martes, 13 de diciembre de 2016

Un artista del hambre - Franz Kafka


En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.
Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.
A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedase aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.
Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no lo molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y por su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.
Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía -sólo él y ninguno de sus adeptos- qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, lo tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había de aguantar todo esto, y, en el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola vez, al fin de su ayuno -esta justicia había que hacérsela-, había abandonado su jaula voluntariamente.
El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.
Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar-, alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador, sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.
Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas, y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento -jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica-, alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como no lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga por un criado, de largo tiempo atrás preparado para ello.
Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto, nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.
Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarlo en serio. ¿ Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de furia, y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público; añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba; alababa la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el ayunador, pero era cada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y, sollozando, volvía a dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor.
Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?
El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media Europa, para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos, recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores; pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente enamorado del hambre. Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del contrato.
Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano, que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la vez en que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.
Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número sobresaliente, sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor, y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras.
Por este motivo, el ayunador temía aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el momento del intermedio; había contemplado, con entusiasmo, la muchedumbre que se extendía y venia hacia él, hasta que muy pronto -ni la más obstinada y casi consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia- tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin excepción, no traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida lo aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara lo que tenían ante los ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándolo cuanto tiempo les apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a paso largo, apenas concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso insólito el que viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando había estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla; y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general -¿qué sabían ellos lo que era ayunar?-, seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más piadosos. Quizá estarían un poco mejor las cosas -decíase a veces el ayunador- si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente a verle. Quién sabe en qué rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que aún vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un estorbo en el camino de las cuadras.
Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender.
Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus merecimientos.
*
Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.
-¿Ayunas todavía? -preguntole el inspector-. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?
-Perdónenme todos -musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.
-Sin duda -dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador-, todos te perdonamos.
-Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre -dijo el ayunador.
-Y la admiramos -repúsole el inspector.
-Pero no deberían admirarla -dijo el ayunador.
-Bueno, pues entonces no la admiraremos -dijo el inspector-; pero ¿por qué no debemos admirarte?
-Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.
-Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?
-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.
Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.
-¡Limpien aquí! -ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.

martes, 6 de diciembre de 2016

Día nacional del Gaucho

Se festeja el 6 de Diciembre, dado que en esa fecha del año 1872 apareció publicada en forma rústica la primera edición de "El Gaucho Martín Fierro", escrito por José Rafael Hernández, primera parte de la obra literaria mas importante de nuestra nacionalidad, conocida como "La Ida", ya que su segunda parte, aparecida en 1879 se tituló "La Vuelta de Martín Fierro". El Gaucho es, sin dudas, el arquetipo de nuestra nacionalidad, y José Hernández, quien lo puso en la consideración del pueblo de su patria, la que el conquisto a pata de caballo y defendió con su vida. Por eso el 6 de Diciembre se recuerda su gesta y su impronta, para tratar de recobrar un poco de sus valores y de aquello que llevó, allá por el ochocientos, a ser distinto de sus antecesores y diferente a cualquier otro habitante de la tierra. En ese tiempo y espacio en que se consolidó como forjador de nuestra Identidad Nacional. Rescatemos del Gaucho, su predisposición a brindarse al prójimo, su estar siempre dispuesto sin esperar nada a cambio, su vocación por la libertad, su hidalguía, su valentía en las luchas de independencia... Recordemos al Gaucho, que recordándolo nos reencontraremos con nuestras raíces y nuestra propia identidad nacional. Feliz Día del Gaucho para Todos.

jueves, 1 de diciembre de 2016


El beso (Der Kuss) fue pintada en el año 1908 con óleo y pan de oro por el pintor austríaco Gustav Klimt (1862 - 1918) de la corriente art nouveau.
Gustav Klimt pintó su cuadro más famoso El beso en la llamada ‘época de oro’ (1898 - 1908) de la carrera profesional del propio pintor.

El beso representa el ingreso a la época moderna donde el concepto del erotismo comienza a germinar en el arte y en la sociedad. Además las técnicas usadas son variadas, como la de los frescos y de los mosaicos.

El cuadro El beso mide 1,8 metros de alto por 1,8 metros de largo y se encuentra actualmente en la Galería Belvedere en el Palacio de Belvedere en Viena, Austria.

Se dice que Gustav Klimt pintó el beso inspirándose en los fondos pintados con oro de los cuadros y acabados de la Iglesia de San Vitale en Italia.

El uso de las hojas de oro para pintar el cuadro recuerda una técnica de lo antiguo contrastando con un tema moderno para la época: el erotismo.

El fondo del cuadro El beso da la sensación de atemporalidad creando a su vez un marco que da la sensación que los amantes están flotando en un espacio dorado.

Los amantes en El beso solo tienen de base una especie de pradera llena de flores de la madre naturaleza nutriendo aún más el simbolismo del amor.

La decoración de las capas es diferente entre el hombre y la mujer. Una capa de ajedrez blanco y negro para el hombre y una capa de mosaicos de círculos de colores y flores para la mujer.

En el entrelazamiento de las capas sucede ‘el beso’ donde el hombre pierde la cabeza, literal y figurativamente, para darle el beso a la mujer y, aunque ella se aparte, se deja llevar en el abrazo; con los ojos cerrados y con el cuerpo sin resistencia.

Los amantes representan la conexión de energías opuestas. El hombre muestra un contraste blanco y negro, binario, racional y mostrando su fuerza cuando atrae a la mujer en sus brazos. La mujer equilibra esta energía con su cariño, calor y color que se retroalimenta de la ‘madre naturaleza’ a través de los hilos de flores saliendo de sus pies.

El cuadro El beso representa el ‘sentimiento’ de la pérdida de uno mismo que los amantes sienten. La sensación de amor pleno, fuerte, sexual y espiritual.

Fuente: Galeria Belvedere.

Los fusilamientos del 3 de Mayo - Goya


1814. Óleo sobre lienzo, 268 x 347 cm.
Finalizada la guerra de la Independencia en 1813, el regreso a España de Fernando VII se había conocido desde diciembre de 1813, por el tratado de Valençay, así como su consiguiente entrada en Madrid. A principios de febrero la cuestión era inminente, habiéndole enviado el Consejo de la Regencia las condiciones para su vuelta al trono, en primer lugar, la jura de la Constitución de 1812. Su llegada a la capital iba a coincidir con la primera conmemoración del alzamiento del pueblo de Madrid contra los franceses el 2 de mayo de 1808. Entre febrero y marzo de 1814, el infante don Luís María de Borbón y Vallabriga, presidente del Consejo de la Regencia, así como las Cortes y el Ayuntamiento de Madrid, comenzaron la preparación de los actos para la entrada del rey. En la bibliografía sobre "El 2 de mayo de 1808 en Madrid" o "La lucha con los mamelucos" (P748), y su compañero, El "3 de mayo de 1808 en Madrid" o "Los fusilamientos", se fue consolidando, erróneamente, la idea de que estas obras fueron pintadas con un destino público en las calles de la capital. Sin embargo, ninguno de los documentos de esos actos ni la descripción de los monumentos efímeros, con decoraciones alegóricas, presentes en las calles de Madrid, recogen las pinturas de Goya. En el catálogo de la exposición "Goya en tiempos de guerra" (2088, p. 353-369) se publicaron varias facturas (localizadas en el Archivo General de Palacio) relativas a los pagos de la manufactura de los marcos de dos cuadros, como gastos del "Quarto del rey" y en los meses de julio y noviembre de 1814, indican que fueron financiados por Fernando VII y por lo tanto pintados para las salas de Palacio, casi con seguridad, después de mayo de 1814, cuando el rey regresó a Madrid. La idea de los cuadros, sin embargo, se inició por la Regencia en el mes de febrero, según la documentación procedente del Ministerio de la Gobernación y de su titular, Juan Álvarez Guerra, aceptando el 24 de ese mes las condiciones de Goya para realizar el trabajo por "la grande importancia de tan loable empresa y la notoria capacidad del dicho profesor para desempeñarla... que mientras el mencionado Goya esté empleado en este trabaxo, se le satisfaga por la Tesorería Mayor, además de lo que por sus cuentas resulte de invertido en lienzos, aparejos y colores, la cantidad de mil y quinientos reales de vellón mensuales por vía de compensación... para que á tan ilustre y benemérito Profesor no falten en su avanzada edad los medios de Subsistir". Se ha pensado, y así aparece en la bibliografía más al uso, que el trabajo había sido propuesto por Goya mismo, ya que se cita una carta del artista del Archivo de Palacio, que en la actualidad no se ha localizado, en la que se ofrecía a pintar obras para esa conmemoración, avance insólito en un Pintor de Cámara, siempre a las órdenes de sus superiores. El 11 de mayo, dos días antes de su entrada en Madrid, Fernando VII detuvo a los ministros del gobierno de la Regencia y desterró en Toledo al infante, aboliendo, además, la Constitución, lo que pudo detener el encargo de estas obras durante algún tiempo. Las facturas para la manufactura de dos marcos, para "los cuadros grandes de pinturas alusivas á el día 2 de Mayo de 1808", los dan por terminados el 29 de noviembre de 1814, fecha a partir de la cual debieron de colgarse en Palacio, aunque no existe documentación alguna al respecto.

Goya pintó solamente dos cuadros con los hechos del 2 de mayo de 1808 y no cuatro, como se propone habitualmente en la bibliografía, como atestiguan las facturas relativas sólo a dos marcos. Se trató de un encargo de la Regencia, continuado por el rey Fernando VII y se siguió el trámite reglamentario en los encargos de la corte. Goya planteó dos temas cruciales, que se complementan visualmente y tienen un significado conjunto: el violento ataque del pueblo de Madrid a las tropas de Murat en la mañana del 2 de mayo y la consiguiente represalia del ejército francés. Escogió para este último asunto, iniciado ya por las tropas francesas en la misma tarde del 2 de mayo en el paseo del Prado y a la luz del día, las ejecuciones de la noche y la lluviosa madrugada del 3 de mayo a las afueras de Madrid, lo que confería a la escena un mayor dramatismo.

En el siglo XIX, Charles Yriarte dio por sentado en su monografía sobre Goya, que éste había situado la escena en la zona de los cuarteles del Príncipe Pío, donde hubo lugar ejecuciones importantes, aunque se llevaron a cabo en muchos otros lugares de Madrid, incluidas sus puertas principales. El lugar propuesto por Goya se ha identificado también como el desmonte de la Moncloa, un lugar próximo a la plaza de los Afligidos, junto al antiguo convento de San Bernardino, cerca del palacio de Liria, o la urbanización entre la montaña del Príncipe Pío y el Palacio Real. El escenario planteado por el artista no se corresponde, sin embargo, con la zona del Príncipe Pío, recordando más claramente en los perfiles de las torres de las iglesias, así como en la puerta monumental, y en la disposición de las casas al fondo o en el terraplén a la izquierda, la zona situada a la salida de la Puerta de la Vega, derribada en 1820, y situada al final de la calle Mayor. La torre más alta podía ser así, la de la iglesia de Santa Cruz, conocida entonces como la "atalaya de Madrid", por ser la más alta de la ciudad y visible en la distancia. La otra, de menor altura, sería la de Santa María la Real, la iglesia de Palacio, y el desmonte contra el que están siendo fusilados, los terrenos cercanos al Palacio, emplazado a la izquierda, fuera de la escena, por lo que Goya pudo haber insinuado así, aquí también, que la muerte de los rebeldes había sido en defensa de la Corona, como en el ataque del 2 de mayo de 1808 en Madrid, o "La lucha con los mamelucos" (P748). Los violentos patriotas de la mañana se enfrentan ahora aquí, sin salvación ni ayuda, al pelotón de ejecución, formado por granaderos de línea y marineros de la guardia con uniforme de campaña y capote gris, reflejándose el miedo de distintas formas en cada uno de los que van a ser fusilados. Llegan en oleadas desde la ciudad, en una fila interminable que termina con su muerte, representada con crudeza en el primer término.

La restauración realizada en 2008 ha devuelto al cuadro su brillantez original, apreciándose la técnica directa y magistral de Goya.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

El árbol de sal - Leyenda Mocoví



Los mocovíes, indígenas del norte argentino, conocen un helecho llamado Iobec Mapic, al que muchos confunden con un árbol, por que tiene un gran porte y puede llegar a los 2 metros de altura.

Dice la leyenda que cuando Cotaá (Dios) creó el mundo hizo esta planta para que alimentara al hombre; la planta se expandió rápidamente y fue de gran utilidad para la humanidad que la consumía agradecidamente.

Neepec (el diablo), sintió envidia de ver lo útil que era esta planta y se propuso destruirlas a todas, de la forma en que fuese necesario y posible.

Se elevó por los aires y fue a las salinas más cercanas, llenó un gran cántaro con agua salada y los arrojó sobre las matas con la intención de quemarlas con el salitre.

Fue entonces que las raíces absorbieron el agua; la sal se mezcló con la savia y las hojas tomaron el mismo gusto.

Cotaá triunfó una vez más porque la planta no perdió su utilidad, ya que con ella sazonan las carnes de los animales salvajes y otros alimentos...

Fuente: www.folkloredelnorte.com.ar

La Salamanca (Consejo de un arriero) - Juan Carlos Davalos


Arreando ganado, camino de Chile,
tres cargas perdimos en un cañadón.
En unas aguadas, al cerrar la noche,
fuimos a toparlas, yo con otro peón.

Lejos, a trasmano, quedaba la tropa,
la noche era oscura, pesado el tirón.
De cama, a la espera que brille la luna,
en lo seco echamos apero y jergón.

Calculo sería más de media noche,
cuando nos despierta singular rumor:
cantar de mujeres y tun tún de cajas,
que el viento traía con distinto son.

- Sin duda de fiesta - dije - en estos pagos
andará gente, pues sábado es hoy.
¿Qué tal que vayamos a buscar el baile?
Dijo el compañero: - Güeno, vámonos.

Maneamos las mulas y a pie nos largamos,
ya oíamos cerca sonar el rumor.
En una quebrada, doblando un recodo,
un rancho a la vista se nos presentó.

Ni perro, ni luces, ni fuego en el rancho...
cada vez más cerca se oía el rumor,
agora de gritos y de carcajadas,
y de juramentos y de confusión.

Al filo de un cerro pareció la luna,
patente, un guanaco sobre ella pasó;
calcado en el cielo bajó por el filo,
y agudo relincho los aires llenó.

Mal agüero es éste - dijo el compañero -
que toda esa bulla se me hace ilusión.
Recemos un credo, que aquí es Salamanca,
y de ella nos libre por siempre el Señor.


La flor del Ilolay - Juan Carlos Davalos


Don Juan - Bernardo

Erase una viejecilla
que en los ojos tenía un mal
y la pobre no cesaba
de llorar.

Una médica le dijo:
- Te pudiera yo curar
si tus hijos me trajesen
una flor del Ilolay.-

Y la pobre viejecilla
no cesaba de llorar,
porque no era nada fácil encontrar
esa flor del ilo-ilo Ilolay.

Mas los hijos que a su madre
la querían a cual más,
resolvieron irse lejos a buscar,
esa flor maravillosa
que a los ciegos vista da.

Bernardo

- Va rajado el cuento, abuelo,
como vos me lo contáis.
¡ No habéis dicho que los hijos
eran tres!

Don Juan

- Bueno, ¡Ya están!
Y los tres, marchando juntos
caminaron, hasta dar
con tres sendas, y tomaron
una senda cada cual.

El chiquillo que a su madre quería más,
fue derecho por su senda sin parar,
preguntando a los viajeros
por la flor del Ilolay.

Y una noche, fatigado
de viajar y preguntar,
en el hueco de unas peñas
acostóse a descansar.
Y lloraba, y a la pobre
cieguecilla recordaba sin cesar.

Y ocurrió que de esas peñas
en la lóbrega oquedad,
al venir la media noche
sus consejos de familia
celebraba Satanás.
Y la diabla y los diablillos,
en horrible zarabanda
se ponían a bailar.

Carboncillo, de los diablos,
el más diablo para el mal,
¡Carboncillo cayó el último
de gran flor en el ojal!
- ¡Carboncillo!- gritó al verle
furibundo Satanás -,
¡petulante Carboncillo,
quite allá!

¿Cómo viene a mi presencia
con la flor de Dios hechura
que a los ciegos vista da?
Metió el rabo entre las piernas
y poniéndose a temblar,
Carboncillo tiró lejos
el adorno de su ojal.

Y el chiquillo recogióla,
y allá va,
¡corre, corre, que te corre,
que te corre Satanás!
el camino desandando sin parar,
y ganó la encrucijada
con la flor del Ilolay.

Le aguardaban sus hermanos,
y al mirarle regresar,
con la flor que no pudieron
los muy tunos encontrar,
¡le mataron, envidiosos,
le mataron sin piedad!
le enterraron allí cerca
del camino, en un erial,
y se fueron a su madre
con la flor del Ilolay.

Y curó la viejecita
de su mal,
y al pequeño recordando
sin cesar,
preguntaba a sus dos hijos:
-¿Dónde mi hijo, dónde está...?

- No le vimos, contestaban
los perversos, - que quizá
extraviado con sus malas
compañías andará.-

Y los días y los meses
se pasaron, y al hogar,
¡nunca, nunca el pobrecillo
volvió más!
Y una vez un pastorcillo
que pasó por el erial,
una caña de canutos
vio al pasar.

Con la caña hizo una flauta,
y poniéndose a tocar,
escuchaba el pastorcillo
de las notas al compás,
que la caña suspiraba
con lamento sepulcral:

- Pastorcillo, no me toques
ni me dejes de tocar:
¡Mis hermanitos me han muerto
por la flor del Ilolay!

Gente en los sueños - Manuel J. Castilla


Los sueños tienen gente.
y uno, dormido, es como una casa
que de golpe se llena de personas.

Hay veces que ellas y uno, todos, caminamos y hablamos
y nos oímos apenas como si conversáramos desde lejos.

Uno habla con los amigos muertos.

Y cuando se recuerda
se hunde en un espejo, de espaldas,
las manos llenas de ademanes vacíos.
Y un día brillante queda lejos y solo.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Gaucho 2.0

Gaucho 2.0


Apenas se esconde la última estrella, y casi antes de que asomen los primeros rayos del sol, don Dionisio Correa ya está despierto, sentado en la silla de madera con asiento de cuero; en la mesa, unos trozos de pan casero, amasado el día anterior, le sirven de desayuno. Con el porongo en una mano, mientras con la otra ceba, desde la pequeña pava toda cubierta de hollín, unos mates calentitos que, a esas horas de la madrugada, y debido al aire fresco y limpio, perfuman el ambiente con el aroma del poléo, de cedrón y de burrito. 

- Hasta luego – Saluda a su esposa, mientras ajusta la rastra a su cintura y coloca, detrás, el facón dentro de la vaina de cuero.

Parado bajo el alero de su rancho, oteando hacia el oeste, divisa el resplandor, entre los cerros, que marca el inicio de una nueva jornada. De un salto, y elevando su cadera, monta su tordillo y parte hacia su puesto, a ordeñar las vacas, a cuidar la hacienda, a alambrar el campo, a curar a los animales enfermos, y a hacer todas las tareas que un gaucho debe cumplir, ya sea en su propio campo o para algún patrón. 

Al paso de su caballo parece despertar el mundo alrededor, el guardamonte va separando, a medida que avanza, la noche del día. Un bufido del tordillo lo saca de su letargo, de esa especie de trance que le produce el rítmico caminar de la bestia, de ese sueño recurrente donde, transportado a otro tiempo, pero al mismo espacio, puede verse, changuito, junto a su padre, quien le enseña, una a una, todas sus habilidades, el secreto del pial, como manejar a los animales, como ser buena gente; esas cualidades que lo definirán, ya de adulto, como gaucho. 

- Buenos días don Dionisio. Lo saluda José Mamani, un gaucho joven, baqueano, valiente y gentil; al tiempo que su mano derecha levantaba su sombrero y su cabeza realizaba una especie de reverencia hacia esa persona que todos los hombres de campo de aquellos lugares consideraban como el más genuino de todos los gauchos.

- Buenos días José. – Respondió don Dionisio, devolviendo el gesto. – ¿Encontraste el torito negro que se te perdió?

- Lo encontré cerca del potrero de don Tejerina, tengo todo el alambrado bien y se las ingenia para escaparse, como si el propio mandinga le abriera la tranquera...

A lo lejos se escuchaba a las pavas del monte que iban bajando, a la cañada, a beber.

Si bien ambos se reconocían como gauchos, entre ellos, en sus costumbres, en su modo de ver la vida, como entre todas las personas, existían diferencias, pero las dejaban de lado y a la libre elección de cada cual.

Don Dionisio, un gaucho a la vieja usanza, vestía como tal todo el día, alpargatas de yute o botas de cuero según la época del año y el trabajo a realizar, bombacha de gaucho, rastra o faja en la cintura, camisa siempre de mangas largas, aunque arremangadas en la época estival, pañuelo al cuello y sombrero de cuero o de pana; y su infaltable facón. Hombre de pocas palabras, solo usaba las necesarias para cada ocasión.

José también viste todo el día como gaucho, aunque cuando permanece en la ciudad se arropa como un citadino más, utiliza las tecnologías más modernas, televisión, celular y redes sociales.

Pero más allá de esas diferencias solo superficiales, tanto uno como otro llevan dentro de sí la esencia campera, y los modos de pensar y de actuar que los identifican como gauchos. Ambos comparten algunas características especiales que resultan comunes tanto a los gauchos de antes como a los de ahora, los gauchos 2.0. 

La primera característica común tiene que ver con el vínculo con la naturaleza, y el respeto hacia la misma; lo que se transforma en una especie de simbiosis con su medio, porque el gaucho no siente a la naturaleza como propia sino que se reconoce parte de ese todo, de ese universo del que todos, y todas las cosas, formamos parte. Sabe interpretar los ruidos y señales que esta le brinda, conoce el comportamiento de los animales salvajes y hasta las estrellas y la luna.

Otra característica importante la constituye la relación única entre el gaucho y su cabalgadura, ya sea esta un mular o un caballo, o ambos; porque es este animal quien lo lleva y lo trae, quien le asiste en sus labores en el campo, quien le sirve de alerta y de compañía.

También caracteriza al gaucho las habilidades y destrezas que debe poseer para el manejo del ganado y el trabajo en el campo, y esto es quizás uno de los aspectos más importantes, puesto que desde su aparición como tal, hace ya varios siglos, el gaucho siempre estuvo ligado a las labores pecuarias, pialar, arriar, marcar, capar, carnear. Algunos tienen la habilidad extra de trabajar con cuero, asta y metal, fabricando lazos, guardamontes, monturas y todo los que ellos mismos necesitan para sus labores.

Pero, quizás, lo más importante para un gaucho tiene que ver con su actitud como tal, el sentimiento de compañerismo hacia sus pares y hacia el prójimo, el estar siempre dispuesto a colaborar, desinteresadamente ante la necesidad del otro, y sobre todo el valor hacia su propia libertad, a su libre determinación, porque el gaucho nunca es patrón, siempre es leal a sus iguales, siempre es justo y jamás olvida el favor recibido ni la buena voluntad que le es dada.

Siguieron cabalgando juntos un tiempo más. Contando sus vivencias e intercambiando sus conocimientos. Cabalgando por las sendas de nuestro monte, de nuestro norte, de nuestro país, uno al lado del otro, sintiendo mutuamente, que con ellos, nuestra tradición, nuestra cultura, nuestros gauchos están a salvo del olvido, la única fuerza que, quizás, y solo si no hay memoria, puede derrotar al tiempo.


Ariel Pablo Brito

domingo, 2 de octubre de 2016

Instantes - Atribuido a Jorge Luis Borges



Si pudiera vivir nuevamente mi vida,
en la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido,
de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos,
haría más viajes,
contemplaría más atardeceres,
subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida;
claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,
sólo de momentos; no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir
comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera
y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres,
y jugaría con más niños,
si tuviera otra vez vida por delante.

Pero ya ven, tengo 85 años...
y sé que me estoy muriendo.

jueves, 29 de septiembre de 2016

Ultimo beso - F. Scott Fitzgerald



Era una sensación agradabilísima estar en la cima. Tenía la certeza de que todo era perfecto, de que las luces brillaban sobre bellas damas y hombres valientes, de que los pianos nunca desafinaban y de que los labios jóvenes cantaban para corazones felices. Todos aquellos rostros hermosos, por ejemplo, debían ser absolutamente felices.

Y entonces, al son de una rumba crepuscular, un rostro que no era suficientemente feliz pasó ante la mesa de Jim. Ya había pasado cuando Jim llegó a semejante conclusión, pero permaneció en su retina unos segundos más. Era la cara de una chica casi tan alta como él, de ojos opacos y castaños y mejillas tan delicadas como una taza de porcelana china.

-Ya ves -dijo la mujer que lo había acompañado a la fiesta, siguiendo su mirada y suspirando-. Yo lo llevo intentando años, y a otras sólo les cuesta un segundo.

Jim se quedó con las ganas de responder: «Pero tú tuviste tu momento, tres maridos. ¿Qué me dices de mí? Treinta y cinco años y todavía sigo comparando a todas las mujeres con un amor perdido de la adolescencia, buscando todavía en cada chica las semejanzas y no las diferencias».

Cuando las luces volvieron a diluirse deambuló entre las mesas para salir al vestíbulo. Los amigos lo llamaban desde todas partes, más numerosos que nunca, porque la noticia de su contrato como productor la había publicado el Hollywood Reporter aquella mañana, pero Jim ya había escalado posiciones otras veces, y estaba acostumbrado. Era un baile benéfico y en la barra, preparado para su actuación, había un hombre con un traje hecho con papel pintado, y Bob Bordley, vestido de hombre anuncio, con un cartel que decía:

Esta noche a las diez
En el estadio de hollywood
Sonja heine patinará
Sobre sopa caliente


A su lado Jim vio al productor al que le quitaría el puesto al día siguiente, bebiéndose sin ningún tipo de suspicacia una copa con el agente que había contribuido a su ruina. Y con el agente estaba la chica cuya cara le había parecido triste mientras bailaba la rumba.

-Ah, Jim -dijo el agente-, Pamela Knighton, tu futura estrella.

La chica lo miró llena de ilusión profesional. Lo que el agente le había dicho era: «Atención. Este es alguien».

-Pamela se ha unido a mi cuadra -dijo el agente-. Quiero que cambie su nombre por el de Boots.

-Creía que habías dicho Toots -rió la chica.

-Toots o Boots. Es por el sonido de la doble o: el sonido doble o. Se te queda. Pamela es inglesa. Su verdadero nombre es Sybil Higgins.

Jim se dio cuenta de que el productor destituido lo miraba con algo infinito en la mirada. No era odio, no era envidia, sino un asombro profundo que parecía preguntar: «¿Por qué? ¿Por qué? Por Dios bendito, ¿por qué?». Más preocupado por aquella mirada que por su enemistad, Jim se sorprendió a sí mismo invitando a bailar a la chica inglesa. Y cuando se miraron en la pista de baile se sintió exultante.

-Hollywood está bien -dijo, como para anticiparse a alguna crítica-. Le gustará. A la mayoría de las chicas inglesas les gusta: no esperan demasiado. He tenido suerte al trabajar con inglesas.

-¿Es usted director?

-He hecho de todo… desde agente de prensa en adelante. Acabo de firmar un contrato para trabajar como productor a partir de mañana.

-Me gusta esto -dijo la chica al cabo de unos segundos-. Siempre se tienen esperanzas. Y si no se cumplen, siempre podré volver a dar clases en el colegio.

Jim se apartó un poco para mirarla: la impresión era de escarcha rosa y plata. Se parecía tan poco a una maestra de escuela, a una maestra de escuela del Oeste, que se echó a reír. Y otra vez notó que había algo triste y un poco perdido en el triángulo que formaban sus labios y sus ojos.

-¿Con quién ha venido? -preguntó Jim.

-Con Joe Becker -era el nombre del agente-. He venido con otras tres chicas.

-Tengo que salir media hora. Tengo que ver a alguien… No me lo estoy inventado. Créame. ¿Quiere acompañarme y tomar un poco el aire?

Ella asintió.

Camino de la puerta pasaron junto a la mujer que lo había acompañado a la fiesta: dedicó una mirada inescrutable a la chica y a Jim un gesto apenas perceptible con la cabeza. Fuera, en la noche clara de California, Jim apreció por primera vez su gran coche nuevo: le gustaba más que el hecho de usarlo. Las calles por las que pasaban estaban tranquilas a aquella hora y la limosina se deslizaba silenciosamente a través de la oscuridad. La señorita Knighton esperó a que Jim hablara.

-¿De qué daba clases en el colegio? -preguntó.

-Enseñaba a sumar. Dos y dos son cinco y todo eso.

-Es un buen salto, de la escuela a Hollywood.

-Es una larga historia.

-No puede ser muy larga: no debe de tener más de dieciocho años.

-Veinte. ¿Cree que soy demasiado mayor? -preguntó con ansiedad.

-¡No, por Dios! Es una edad estupenda. Yo lo sé: yo tengo veintiuno y la arteriosclerosis sólo está en sus comienzos.

Lo miró muy seria, calculando su edad, pero sin decirla.

-Me gustaría oír esa larga historia.

La chica suspiró.

-Bueno, todos los hombres mayores se enamoraban de mí. Mayores, muy mayores. Era la novia de un viejo.

-¿Vejestorios de veintidós años?

-Andaban entre los sesenta y los setenta. Es absolutamente cierto. Así que me convertí en una aventurera y los exprimí bien hasta que tuve el dinero suficiente para irme a Nueva York. El primer día, Joe Becker me vio en el Veintiuno.

-¿Así que nunca ha trabajado en el cine?

-Ah, sí; he hecho una prueba esta mañana.

Jim sonrió.

-¿Y no le remuerde la conciencia por haberles sacado el dinero a todos esos viejos? -inquirió.

-Pues no -dijo, con sentido práctico-. Disfrutaban dándomelo. Y ni siquiera era dinero. Cuando querían hacerme un regalo, los mandaba a un joyero que yo conocía y luego yo devolvía el regalo y el joyero me daba las cuatro quintas partes de lo que valía.

-¡Vaya, es usted una pequeña estafadora!

-Sí -admitió muy tranquila-; me enseñó una amiga. Y estoy dispuesta a conseguir todo lo que pueda.

-¿Y no les importaba… a los viejos, me refiero… que no se pusiera las joyas que le regalaban?

-Ah, me las ponía… una vez. Los viejos no ven muy bien, o se les olvidan las cosas. Por eso no tengo ninguna joya -calló-. Creo que aquí las puedes alquilar.

Jim volvió a mirarla y se echó a reír.

-Yo no me preocuparía por eso. California está llena de viejos.

Habían torcido hacia una zona residencial. Al doblar la esquina Jim le avisó al chofer.

-Pare aquí -se volvió hacia Pamela-: Tengo que solucionar un asunto feo.

Jim miró su reloj, se apeó del coche y atravesó la calle hacia un edificio con la placa de un consultorio médico. Dejó atrás la placa, despacio, y entonces un individuo salió del edificio y lo siguió. En la oscuridad, entre dos farolas, Jim se le acercó, le dio un sobre y le dijo algo. El hombre se alejó en dirección contraria y Jim volvió al coche.

-Voy a cargarme a todos los viejos -explicó-. Hay cosas peores que la muerte.

-Ah, pero ahora no estoy libre -le aseguró-. Tengo novio.

-Ah… -y un momento después preguntó-: ¿Un inglés?

-Claro, naturalmente. ¿No le parece que…? -se detuvo demasiado tarde.

-¿Que los norteamericanos somos poco interesantes?

-No, no… -su tono despreocupado lo empeoró. Y cuando sonrió, en el momento en que una luz voltaica la iluminó y envolvió su belleza en un fulgor blanco, resultó aún más impertinente-. Ahora cuéntemelo -dijo-. Cuénteme el misterio.

-Dinero -contestó Jim casi ausente-. Ese medicucho griego le ha dicho a cierta dama que tiene mal el apéndice… y nosotros la necesitamos para una película. Así que lo hemos comprado. Es la última vez que hago el trabajo sucio de otro.

La chica frunció el entrecejo.

-Pero ¿necesita que la operen de apendicitis?

Jim se encogió de hombros.

-Probablemente no. Por lo menos esa rata no lo sabe. Es su cuñado y quiere el dinero.

Después de una larga pausa, Pamela sentenció:

-Un inglés no haría eso.

-Algunos lo harían -respondió Jim lacónicamente-, y algunos norteamericanos no.

-Un caballero inglés no lo haría.

-Me parece que está empezando con mal pie -sugirió Jim- si lo que quiere es trabajar aquí.

-Ah, los norteamericanos me encantan, los civilizados.

Por su manera de mirarlo, Jim dedujo que lo incluía en ese grupo, pero, lejos de tranquilizarlo, aquello le pareció un ultraje.

-Se la está jugando -dijo-. La verdad es que no sé cómo se ha atrevido a acompañarme. Podría llevar un penacho de plumas bajo el sombrero.

-No lleva sombrero -dijo la chica, muy tranquila-. Además, Joe Becker me lo dijo. Que a lo mejor conseguía algo.

Después de todo era productor, y jamás se llega a nada importante perdiendo la calma, salvo si es a propósito.

-Estoy seguro de que algo conseguirá -dijo, y mientras hablaba se daba cuenta de que un tono traidor y rastrero le cambiaba furtivamente la voz.

-¿De verdad? -preguntó la chica-. ¿Cree que destacaré, o sólo soy una del montón?

-Ya está destacando -continuó Jim en el mismo tono-. En el baile todo el mundo la miraba -se preguntaba si lo que estaba diciendo se acercaba a la verdad. ¿O era una invención suya que la chica era única?-. Usted es un nuevo tipo de mujer -continuó-. Una cara como la suya le daría a las películas norteamericanas un… un aire más civilizado.

Había apuntado bien, pero para su inmensa sorpresa la flecha rebotó.

-¿Lo cree de verdad? -exclamó-. ¿Va a darme una oportunidad?

-Por supuesto -no podía creer que su ironía estuviera errando el blanco-. Pero, claro, después de esta noche tendré tantos competidores que…

-Ah, yo preferiría trabajar con usted -declaró-. Se lo diré a Joe Becker.

-No le diga nada -la interrumpió.

-Muy bien, no se lo diré. Haré lo que usted me diga.

Tenía los ojos muy abiertos, expectantes. Trastornado, Jim sentía que las palabras acudían a sus labios y se le escapaban sin querer. Cuánta inocencia y cuánto afán de rapiña podía cobijar aquella dulce voz inglesa.

-La desperdiciarían en papeles sin importancia -empezó a decir-. Se trata de conseguir un gran papel -se interrumpió y volvió a empezar-: Tiene usted una personalidad tan arrolladora que…

-¡No, por favor! -Jim vio un destello de lágrimas en la comisura de sus ojos-. Déjeme que lo consulte con la almohada. Llámeme por la mañana, o cuando me necesite.

El coche se detuvo ante la larga alfombra roja que conducía a la fiesta. Al ver a Pamela, la multitud se arremolinó grotescamente bajo el chorro de luz deslumbradora de los focos. Tenían los cuadernos de autógrafos preparados, pero, incapaces de reconocerla, volvieron a suspirar tras el cordón de seguridad.

A través de la pista, bailando, Jim acompañó a la chica hasta la mesa de Becker.

-No diré una palabra -murmuró. Sacó del bolso una tarjeta con el nombre de un hotel escrito a lápiz-. Si me llegan otras ofertas las rechazaré.

-No, por favor -se apresuró a decir Jim.

-Por favor, sí -le dedicó una sonrisa luminosa y, durante algunos segundos, Jim revivió lo que había sentido al verla por primera vez. En aquel momento la cara de la chica daba una impresión de cálida simpatía, de juventud y sufrimiento a la vez. Se preparó para asestarle una rápida cuchillada final que reventara la burbuja apenas inflada.

-Dentro de un año más o menos… -empezó. Pero la música y la voz de la chica lo acallaron.

-Esperaré su llamada. Usted es… Usted es el norteamericano más civilizado que he conocido nunca.

Ella le dio la espalda como apurada por la magnificencia de aquel cumplido. Jim se dirigía a su mesa, pero, viendo que la mujer que lo había acompañado a la fiesta hablaba con alguien a través de su silla vacía, se desvió. La sala, la noche, le parecían de repente excesivamente ruidosas: la mezcla de música y voces era estridente, sin armonía, y cuando recorrió la sala con la mirada, sólo encontró envidias y odios, egos que redoblaban como tambores en una fanfarria. Y él, en contra de lo que había pensado, no estaba al margen de la batalla.

Iba hacia el guardarropa y pensaba en la nota que le mandaría con un camarero a su acompañante: «Estabas bailando, así que yo…». Entonces se dio cuenta de que estaba muy cerca de la mesa de Pamela Knighton y, desviándose de nuevo, se dirigió hacia la puerta por otro camino.


II

Un productor de cine puede actuar sin inteligencia creativa pero no sin tacto. En aquel momento el tacto absorbía a Jim Leonard, con exclusión de todo lo demás. Quizá el poder debería haberle permitido pasar la diplomacia a un segundo plano, dejándole actuar a su aire, pero en lugar de eso aumentó sus relaciones humanas: con los altos cargos, con los directores, guionistas, actores y técnicos asignados a su unidad, con los jefes de departamento, censores y, por fin, con los «hombres del Este». Pero mantener a raya a una solitaria chica inglesa, que no disponía de otras armas que el teléfono y una nota que le hizo llegar desde recepción, no tendría que haber supuesto ningún problema.


Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de nuestro paseo en coche. He recibido algunas ofertas pero sigo dándole largas a Joe Becker. Si cambio de hotel, le avisaré.


Una ciudad llena de juventud y esperanza pronunciaba aquellas palabras, con sus dos mentiras transparentes y la valiente falsedad de su tono. A la chica no le importaban ni el dinero ni la gloria que protegían los muros inexpugnables. Pasaba por allí simplemente. Simplemente pasaba por allí.

Eso fue dos semanas después. A la semana siguiente, Joe Becker se dejó caer por su despacho.

-¿Te acuerdas de la chica inglesa, Pamela Knighton? ¿Qué te pareció?

-Muy agradable.

-No sé por qué no quiere que hable contigo -Joe miraba por la ventana-. Así que me imagino que no la pasaron demasiado bien aquella noche.

-Claro que la pasamos bien.

-La chica tiene novio, ¿sabes?, un inglés.

-Me lo contó -dijo Jim, molesto-. No intenté ligármela, si es lo que estás insinuando.

-No te preocupes, yo entiendo esas cosas. Sólo quería decirte algo sobre ella.

-¿No le interesa a nadie?

-Sólo lleva un mes aquí. De los comienzos nadie se libra. Sólo quería decirte que cuando entró en el Veintiuno aquel día todos los clientes acudieron como… como moscas. ¿Sabes?, inmediatamente se convirtió en el tema de conversación de todo el restaurante.

-Fantástico, ¿no? -dijo Jim secamente.

-Sí. Y LaMarr también estaba allí ese día. Fíjate: Pam estaba completamente sola, imagino que vestida a la inglesa, nada que llamara la atención: pieles de conejo. Pero brillaba como un diamante.

-No me digas.

-Mujeres duras derramaban lágrimas en su vichysoisse. Elsa Maxwell…

-Joe, tengo que trabajar.

-¿Verás su prueba?

-Las pruebas se hacen para los maquilladores -dijo Jim, impaciente-. De las pruebas que salen bien no me fío. Y de las malas tampoco.

-Tú tienes tus ideas, ¿no?

-A ese respecto, sí. Se han cometido muchas equivocaciones en las salas de proyección.

-Y en los despachos también -dijo Joe poniéndose de pie.

Una semana después llegó otra nota.


Ayer llamé por teléfono y una secretaria me dijo que había salido, y otra que estaba reunido. Si me está dando largas, dígamelo. No voy a rejuvenecer. Es evidente que tengo veintiún años, y parece que usted se ha cargado a todos los viejos.


La cara de la chica se había difuminado. Jim recordaba las mejillas delicadas, los ojos atormentados, como si los hubiera visto en una película hacía mucho tiempo. Sería fácil dictar un carta que hablara de un cambio de planes, de una futura prueba, de imprevistos que harían imposible…

No se sentía satisfecho, pero por lo menos había terminado con aquel asunto. Aquella noche, mientras se tomaba un bocadillo en un bar cercano a su casa, le pareció que su primer mes en el trabajo había sido satisfactorio. Le sobraba tacto. Su equipo funcionaba como la seda. Las sombras que decidían su destino no tardarían en apreciarlo.

Había pocos clientes en el bar. Pamela Knighton era la chica que leía el periódico. Lo miró, sorprendida, por encima del Illustrated London News.

Recordando la carta que tenía en la mesa de su despacho a la espera de firma, Jim pensó hacer como que no la había visto. Dio media vuelta conteniendo la respiración, con el oído atento. Pero nada sucedió, aunque la chica lo había visto, y, avergonzado de su cobardía típica de Hollywood, de nuevo dio media vuelta y la saludó levantando el sombrero.

-Se acuesta tarde, ¿no? -dijo.

Pamela dejó de leer inmediatamente.

-Vivo a la vuelta de la esquina -dijo-. Acabo de mudarme: le he escrito hoy.

-Yo también vivo cerca de aquí.

Ella dejó la revista en el anaquel de los periódicos. El tacto de Jim desapareció. Se sintió repentinamente viejo y agobiado, e hizo la pregunta equivocada.

-¿Cómo van las cosas?

-Ah, muy bien -dijo-. Trabajo en una comedia, una auténtica comedia en el teatro Nuevos Valores de Pasadena. Para ir cogiendo experiencia.

-Me parece muy sensato.

-Estrenamos dentro de dos semanas. Esperaba que viniera.

Salieron juntos y se detuvieron bajo el resplandor del luminoso rojo. En la otra acera de la calle otoñal los vendedores de periódicos gritaban los resultados del fútbol.

-¿Hacia dónde va? -preguntó la chica.

«En dirección contraria a la tuya», pensó Jim, pero cuando ella le indicó hacia dónde iba, la acompañó. Hacía meses que no pisaba Sunset Boulevard, y la mención de Pasadena le recordó la primera vez que llegó a California, hacía diez años. Era el recuerdo de algo nuevo y fresco.

Pamela se detuvo ante unas casitas minúsculas en torno a un patio central.

-Buenas noches -dijo-. No se preocupe si no puede ayudarme. Joe me ha explicado cómo están las cosas, con la guerra y todo eso. Sé que a usted le gustaría ayudarme.

Jim asintió solemnemente, despreciándose a sí mismo.

-¿Está casado? -preguntó la chica.

-No.

-Entonces deme un beso de buenas noches -como Jim dudaba, añadió-: Me gusta que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.

La abrazó tímidamente y se inclinó para acercarse a sus labios, apenas rozándolos… y pensó de pronto que ya no podría mandarle la carta que tenía sobre la mesa… y le gustó abrazarla.

-Ya ve que no es nada -dijo ella-, sólo como amigos. Para darnos las buenas noches.

Camino de la esquina Jim dijo en voz alta:

-Bueno, me condenaré.

Y siguió repitiéndose la siniestra profecía hasta después de haberse acostado.

III

Tres noches después del estreno de la obra de Pamela, Jim fue a Pasadena y sacó una entrada para la última fila. Entró en un teatro diminuto y fue el primero en llegar, prescindiendo de los acomodadores que revoloteaban por la sala y el parloteo que se mezclaba con los martillazos entre bastidores. Pensó en emprender una discreta retirada, pero lo tranquilizó la llegada de un grupo de cinco personas, entre las que se encontraba el ayudante de Joe Becker. Las luces se apagaron; sonó un gong; para un público de seis personas comenzó la obra.

Jim observaba a Pamela; delante de él, los otros cinco espectadores juntaban sus cabezas y cuchicheaban después de cada escena en la que aparecía la chica. ¿Era buena? No le cabía la menor duda. Pero, entre tantas películas como se exhiben en medio mundo, el don natural del talento era una rareza. Existía alguna remota posibilidad, y suerte. Él era la suerte. Quizá fuera la suerte para esa chica, si confirmaba que lo que ella le hacía sentir por dentro era universal. Las estrellas ya no se creaban por el capricho de un hombre, como en los días del cine mudo, pero seguía habiendo aspirantes, pruebas, oportunidades. Cuando cayó el telón, con el aire doméstico de una persiana, fue a los bastidores por el simple procedimiento de atravesar una puerta lateral. Ella lo estaba esperando.

-Hubiera preferido que no viniera esta noche -dijo-. Ha sido un fracaso. La noche del estreno hubo lleno, y estuve mirando a ver si lo veía.

-Ha estado usted muy bien -dijo Jim tímidamente.

-No, no. Tendría que haberme visto el otro día.

-He visto suficiente -dijo-. Le voy a dar un pequeño papel. ¿Puede venir al estudio mañana?

Observaba la expresión de Pamela. En su mirada, en la curva de los labios, brilló una pena repentina y abrumadora.

-Ay -dijo-. Lo siento muchísimo. Joe invitó a alguna gente y al día siguiente firmé un contrato con Bernie Wise.

-¿De verdad?

-Sabía que usted estaba interesado y al principio no me di cuenta de que usted sólo era una especie de supervisor. Creí que tenía más poder… -se interrumpió antes de asegurarle con fastidio-: Usted me cae mejor. Es mucho más civilizado que Bernie Wise.

Sintió una punzada de dolor y contrariedad. Muy bien, por lo menos era civilizado.

-¿Puedo llevarla hasta Hollywood? -le preguntó.

Atravesaron una noche de octubre suave como si fuera de abril. Al cruzar un puente, Jim hizo un gesto señalándole las alambradas que coronaban el pretil, y Pamela asintió.

-Sé lo que es -dijo-. ¡Qué estupidez! Los ingleses no se suicidan si no consiguen lo que quieren.

-Lo sé. Se vienen a Estados Unidos.

Pamela se echó a reír y lo miró, como apreciando su valor. Sí, podría hacer con él lo que quisiera. Apoyó la mano en la mano de Jim.

-¿Hay beso esta noche? -sugirió Jim un rato después.

Pamela miró al chofer, aislado en su compartimiento.

-Hay beso esta noche -dijo ella.

Al día siguiente viajó al Este en avión, en busca de jóvenes actrices que fueran exactamente igual que Pamela Knighton. Tenía tanto interés, que cualquier mirada que sugiriera melancolía, cualquier voz con claro acento inglés, lo predisponían. Parecía un intento desesperado de encontrar a alguien exactamente igual que aquella chica. Entonces, cuando un telegrama reclamó que volviera urgentemente a Hollywood, se encontró con que Pamela caía en sus manos.

-Tienes una segunda oportunidad, Jim -dijo Joe Becker-. No la desaproveches.

-¿Qué ha pasado?

-No tenían un papel para ella. Aquello es un desastre. Así que rompimos el contrato.

Mike Harris, el jefe de los estudios, investigó el asunto. ¿Cómo un cineasta inteligente como Bernie Wise quería prescindir de ella?

-Bernie dice que no sabe actuar -le informó Harris a Jim-. Y además crea problemas. Sigo pensando en Simone y en las dos chicas austriacas.

-La he visto actuar -insistió Jim-. Y tengo trabajo para ella. No pretendo darle nada importante todavía. Me gustaría probarla en un pequeño papel para que la vieras.

Una semana después Jim empujaba la puerta acolchada y entraba preocupado en el plató III. Los extras, en traje de noche, lo miraron en la penumbra; las pupilas se dilataban.

-¿Dónde está Bog Griffin?

-En ese camerino, con la señorita Knighton.

Estaban sentados en un sofá a la luz de una lámpara de tocador, y por el gesto de contrariedad de Pamela, Jim dedujo que el problema era serio.

-No pasa nada -insistía Bob, todo amabilidad-. Somos como una pareja de gatitos. ¿A que sí, Pam?

-Hueles a cebolla -dijo Pamela.

Griffin volvió a intentarlo.

-Hay una manera inglesa de hacer las cosas y una manera norteamericana. Estamos buscando un feliz término medio, eso es todo.

-Hay una manera correcta y una manera estúpida -resumió Pamela-. No quiero empezar pareciendo una imbécil.

-¿Te importa dejarnos solos, Bob? -dijo Jim.

-Claro. Todo el tiempo del mundo.

Jim no la había visto aquella agotadora semana de pruebas, pruebas de vestuario y ensayos, y ahora se daba cuenta de lo poco que sabía acerca de ella, y ella de ellos.

-Parece que estás de Bob hasta la coronilla -dijo.

-Quiere que diga cosas que no diría una persona en su sano juicio.

-De acuerdo, quizá sea así -asintió-. Pamela, ¿desde que estás trabajando aquí has exagerado alguna vez tu papel?

-Bueno… Todo el mundo lo hace alguna vez.

-Escucha, Pamela, Bob Griffin gana casi diez veces más que tú. Por una sencilla razón. No porque sea el director más brillante de Hollywood, que no lo es, sino porque jamás exagera su papel.

-Él no es actor -dijo, confundida.

-Me refiero a su papel en la vida real. Lo escogí para esta película porque de vez en cuando yo exagero mi papel. Pero Bob, no. Firmó un contrato por una suma desproporcionada, que no se merece, que nadie se merece. Pero cobra eso porque tener mano izquierda es la cuarta dimensión de este negocio y Bob ha aprendido a no pronunciar nunca la palabra «yo». Gente que le triplica en talento, productores, actores y directores, se van a pique porque no llegan nunca a aprender eso.

-Sé que me estás echando un sermón -dijo Pamela, insegura-. Pero creo que no te entiendo. Una actriz tiene su propia personalidad…

Jim asintió.

-Y nosotros le pagamos cinco veces lo que podría conseguir en cualquier otro sitio: con tal de que sea capaz de no estorbar al resto del equipo. Tú nos estás estorbando a todos, Pamela.

«Creí que eras mi amigo», dijeron los ojos de Pamela.

Le habló durante algunos minutos más. Todo lo que dijo lo decía de corazón, pero como había besado esos labios dos veces, supo que era ayuda y protección lo que esperaban de él. Todo lo que había conseguido era sorprenderla por no estar de su parte. Sintiéndose un poco desconcertado, y triste al verla sola, se asomó a la puerta del camerino y gritó:

-¡Eh, Bob!

Jim fue a resolver otros asuntos. Volvió a su despacho, donde Mike Harris lo estaba esperando.

-Esa chica vuelve a crear problemas.

-Acabo de estar allí.

-Me refiero a hace cinco minutos -gritó Harris-. Desde que te fuiste ha estado causando problemas. Bob Griffin ha tenido que suspender el rodaje por hoy. No podía más.

Bob entró.

-Hay gente con la que no parece haber manera de… con la que no encuentras cómo…

Se produjo un momento de silencio. Mike Harris, disgustado por la situación, sospechó que Jim tenía un lío con la chica.

-Denme de plazo hasta mañana por la mañana -dijo Jim-. Creo que puedo resolver el asunto.

Griffin titubeó pero vio en la mirada de Jim una petición personal, un ruego tras el que había diez años de relaciones.

-De acuerdo, Jim -dijo.

Cuando se fueron, Jim llamó a Pamela por teléfono. Sucedió lo que casi había esperado, pero el alma se le cayó a los pies cuando le contestó una voz de hombre.

IV

A excepción de las enfermeras, una actriz es la presa más fácil para un hombre sin escrúpulos. Jim había aprendido que en el fondo de los problemas o fracasos de una actriz muchas veces existía un timador bien hablado pero indigno de confianza, que hacía valer su masculinidad por la vía del entrometimiento, los regaños a medianoche y los malos consejos. La técnica del individuo consistía en empequeñecer el trabajo de la mujer y en poner en cuestión incesantemente las razones y la inteligencia de las personas para quienes ella trabajaba.

Cuando Jim llegó al hotel de Beverly Hills al que Pamela se había mudado, eran más de las seis. En el patio, una fuente fresca salpicaba agua estúpidamente entre la niebla de diciembre, y Jim oyó la fuerte voz del mayor Bowes que sonaba en tres radios distintas.

Cuando se abrió la puerta del apartamento, Jim se quedó asombrado. El hombre era viejo: un inglés encorvado y mustio, con la cara colorada, un color invernal que se iba apagando. Iba en bata -una bata vieja- y zapatillas, e invitó a Jim a sentarse con aire de estar en su casa. Pamela llegaría enseguida.

-¿Es usted familia? -preguntó Jim, perplejo.

-No. Pamela y yo nos hemos conocido aquí, en Hollywood, extranjeros en tierra extraña. ¿Trabaja usted en el cine, señor… señor…?

-Leonard -dijo Jim-. Sí, actualmente soy el jefe de Pamela.

La mirada del hombre cambió: los ojos lagrimosos se aguzaron, los párpados viejos se endurecieron al entornarse. La boca se curvó hacia abajo, se tensó: Jim contemplaba una expresión de absoluta perversidad. Inmediatamente, las facciones volvieron a suavizarse, a ser los rasgos de un anciano.

-Espero que traten a Pamela como se merece.

-¿Usted ha trabajado en el cine? -preguntó Jim.

-Hasta que me falló la salud. Pero sigo en la lista de actores de los estudios y conozco perfectamente el mundo del cine y el alma de sus dueños y…

Calló de repente. La puerta se abrió y entró Pamela.

-Vaya, hola -dijo, sorprendida-. ¿Se conocen? El honorable Chauncey Ward… El señor Leonard.

Su radiante belleza, que apareció como arrebatada al clima y al viento, le cortó la respiración a Jim unos segundos.

-Pensaba que ya me habías recordado mis pecados esta tarde -dijo Pamela, con cierto tono de desafío.

-Quería hablar contigo fuera de los estudios.

-No aceptes que te bajen el salario -dijo el viejo-. Es un truco muy viejo.

-No es eso, señor Ward -dijo Pamela-. El señor Leonard ha sido amigo mío hasta ahora. Pero hoy el director pretendía que yo hiciera el ridículo y el señor Leonard lo ha apoyado.

-Están todos de acuerdo -dijo el señor Ward.

-Me pregunto si… -empezó a decir Jim-. ¿Podríamos hablar a solas?

-El señor Ward es de confianza -dijo Pamela, frunciendo el ceño-. Lleva aquí veinticinco años y se puede decir que es mi representante.

Jim se preguntó de qué profunda soledad habría surgido aquella relación.

-Me han dicho que ha vuelto a haber problemas en el plató -dijo.

-¡Problemas! -Pamela abrió mucho los ojos-. El ayudante de Griffin me insultó y yo lo oí. Y me fui. Y si Griffin me manda disculpas contigo, no las acepto. A partir de ahora nuestra relación será estrictamente profesional.

-Griffin no te pide disculpas -dijo Jim, incómodo-. Te da un ultimátum.

-¡Un ultimátum! -exclamó Pamela-. Tengo un contrato y tú eres su jefe, ¿no?

-Hasta cierto punto -dijo Jim-; pero está claro que las películas se hacen en equipo y…

-Déjame entonces que pruebe con otro director.

-Lucha por tus derechos -dijo el señor Ward-. Es lo único que les impresiona.

-Se ha empeñado usted en destruir a esta chica -dijo Jim sin levantar la voz.

-No nos asusta -gritó Ward-. Conozco bien a la gente como usted.

Jim volvió a mirar a Pamela. No podía hacer nada. Si estuvieran enamorados y le pareciera aquel momento la ocasión de avivar la chispa de pasión que compartían, habría podido influir sobre ella. Pero era demasiado tarde. Era como si sintiera que, fuera de aquellas cuatro paredes, los rápidos engranajes de la industria giraban en la oscuridad de Hollywood. Sabía que, cuando el estudio abriera a la mañana siguiente, Mike Harris tendría nuevos proyectos en los que Pamela no figuraba.

Titubeó unos minutos más. Era un hombre apreciado, joven todavía, respetado por todos. Podría responsabilizarse de aquella chica, ponerle un profesor de arte dramático. Le dolía verla cometer semejante error. Y, por otra parte, temía que ciertas personas le hubieran aguantado demasiadas cosas, echándola a perder para una carrera como la que había elegido.

-Hollywood no es un lugar demasiado civilizado -dijo Pamela.

-Es una jungla -ratificó el señor Ward-. Es un nido de alimañas al acecho.

Jim se levantó.

-Bueno, uno que se va a acechar a otra parte -dijo-. Pam, lo siento mucho. Si piensas así, creo que lo más sensato sería que volvieras a Inglaterra y te casaras.

Hubo un destello de duda en los ojos de Pamela. Pero la confianza en sí misma y la egolatría juvenil pesaban más que la razón: no se daba cuenta de que en aquel preciso momento se le presentaba una oportunidad que iba a perder para siempre.

Porque ya la había perdido cuando Jim dio media vuelta y se fue. Aquello sucedió semanas antes de que llegara a darse cuenta de lo que había pasado. Recibió el salario de varios meses -Jim se preocupó de que así fuera-, pero no volvió a pisar aquel plató. Ni ningún otro. Sin mediar palabra, había sido incluida en la lista negra que no está escrita en ningún papel pero que funciona durante las partidas de backgammon que siguen a la cena o camino de las carreras de caballos. Hombres influyentes la miraban con interés, se fijaban en ella en algún restaurante, pero todas las averiguaciones que hacían terminaban en el mismo punto muerto.

Resistió durante meses: incluso mucho después de que Becker se desinteresara de sus asuntos y ella desapareciera de esos lugares a los que la gente va para que la vean. Y ni el dolor ni el desaliento la mataron: murió en junio de muerte natural.

V

Cuando Jim se enteró no podía creerlo. Supo por casualidad que estaba en el hospital con neumonía, llamó por teléfono y le dijeron que había muerto. Sybil Higgins, actriz, inglesa, de veintiún años.

Había dado el nombre del viejo Ward como la persona que debía ser informada y Jim le mandó dinero para cubrir los gastos del entierro, con el pretexto de algún salario retrasado. Temiendo que Ward sospechara la procedencia del dinero, no fue al funeral, pero visitó la tumba una semana después.

Era un espléndido e interminable día de junio, y se quedó una hora. La ciudad estaba llena de jóvenes que se contentaban con respirar y ser felices y era un sinsentido que la chica inglesa no estuviera entre ellos. Seguía dándoles vueltas y vueltas a las cosas, en busca de algo que hubiera podido salvarla, pero era demasiado tarde. Aquella escarcha rosa y plata se había disuelto. Dijo adiós en voz alta y prometió volver.

En el estudio reservó una sala de proyección y pidió las pruebas que Pamela había hecho y los metros de película que le había dado tiempo de rodar. Se acomodó en la oscuridad en un sillón de piel y apretó el botón para que empezara.

En la prueba Pamela vestía el traje de noche que llevaba en el baile donde la conoció. Parecía muy feliz, y Jim se alegró de que por lo menos hubiera gozado de aquella felicidad. Llegaron las imágenes de la película, entrecortadas, con la voz de Bob Griffin al fondo y las claquetas que señalaban el número de cada secuencia. Entonces llegó la última toma y Jim se sobresaltó: Pamela dejaba de mirar a la cámara y murmuraba:

-Preferiría morirme antes que hacer eso.

Jim se levantó y volvió a su despacho, y buscó y leyó una vez más las tres notas que ella le había mandado.

…Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de nuestro paseo en coche.

Pasaba por el estudio. En primavera lo había llamado dos veces por teléfono, lo sabía, y le hubiera gustado verla. Pero no podía ayudarla, y le hubiera dolido decírselo.

«No soy muy valiente», se dijo Jim. Incluso en aquel momento tenía metido el miedo en el corazón, miedo de que aquello acabara obsesionándolo, poseyéndolo, como aquel recuerdo de la juventud. No quería ser desdichado.

Y unos días después se quedó trabajando hasta muy tarde en la sala de doblaje, y luego fue a tomar un bocadillo al bar que había cerca de su casa. Era una noche de calor y había muchos jóvenes bebiendo refrescos. Estaba pagando cuando vio a alguien en la estantería de los periódicos, que lo miraba por encima de una revista abierta. Se detuvo. No quería volverse a mirar, para llevarse la desilusión de un simple parecido. Pero tampoco quería irse.

Oyó cómo pasaban una página, y vio por el rabillo del ojo la portada de la revista: The Illustrated London News.

No sintió miedo: pensaba con demasiada rapidez, con demasiada desesperación: si aquello fuera real y pudiera asirse a ella para recuperarla, y volver a empezar desde aquel mismo instante, desde aquella noche.

-Aquí tiene la vuelta, señor Leonard.

-Gracias.

Sin atreverse a mirar, se dirigió a la puerta y entonces la revista se cerró, y la dejaron en la estantería, y oyó la respiración de alguien a su lado, muy cerca. Los vendedores de periódicos voceaban un número extra en la acera de enfrente, y entonces tomó la dirección contraria a su casa, el camino de ella, y oyó cómo ella lo seguía: las pisadas eran tan claras que aminoró el paso con la sensación de que a ella le costaba seguirlo.

Frente al patio de los apartamentos la abrazó para sentir más cerca su radiante belleza.

-Dame un beso de buenas noches -dijo ella-. Me gusta que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.

«Duerme entonces», pensó mientras daba la vuelta y se alejaba. «Duerme. Fue imposible: cuando me encontré con tu belleza, no quise malgastarla, pero la malgasté, no sé cómo. Duerme. Es lo único que te queda.»







FIN