jueves, 29 de septiembre de 2016

Ultimo beso - F. Scott Fitzgerald



Era una sensación agradabilísima estar en la cima. Tenía la certeza de que todo era perfecto, de que las luces brillaban sobre bellas damas y hombres valientes, de que los pianos nunca desafinaban y de que los labios jóvenes cantaban para corazones felices. Todos aquellos rostros hermosos, por ejemplo, debían ser absolutamente felices.

Y entonces, al son de una rumba crepuscular, un rostro que no era suficientemente feliz pasó ante la mesa de Jim. Ya había pasado cuando Jim llegó a semejante conclusión, pero permaneció en su retina unos segundos más. Era la cara de una chica casi tan alta como él, de ojos opacos y castaños y mejillas tan delicadas como una taza de porcelana china.

-Ya ves -dijo la mujer que lo había acompañado a la fiesta, siguiendo su mirada y suspirando-. Yo lo llevo intentando años, y a otras sólo les cuesta un segundo.

Jim se quedó con las ganas de responder: «Pero tú tuviste tu momento, tres maridos. ¿Qué me dices de mí? Treinta y cinco años y todavía sigo comparando a todas las mujeres con un amor perdido de la adolescencia, buscando todavía en cada chica las semejanzas y no las diferencias».

Cuando las luces volvieron a diluirse deambuló entre las mesas para salir al vestíbulo. Los amigos lo llamaban desde todas partes, más numerosos que nunca, porque la noticia de su contrato como productor la había publicado el Hollywood Reporter aquella mañana, pero Jim ya había escalado posiciones otras veces, y estaba acostumbrado. Era un baile benéfico y en la barra, preparado para su actuación, había un hombre con un traje hecho con papel pintado, y Bob Bordley, vestido de hombre anuncio, con un cartel que decía:

Esta noche a las diez
En el estadio de hollywood
Sonja heine patinará
Sobre sopa caliente


A su lado Jim vio al productor al que le quitaría el puesto al día siguiente, bebiéndose sin ningún tipo de suspicacia una copa con el agente que había contribuido a su ruina. Y con el agente estaba la chica cuya cara le había parecido triste mientras bailaba la rumba.

-Ah, Jim -dijo el agente-, Pamela Knighton, tu futura estrella.

La chica lo miró llena de ilusión profesional. Lo que el agente le había dicho era: «Atención. Este es alguien».

-Pamela se ha unido a mi cuadra -dijo el agente-. Quiero que cambie su nombre por el de Boots.

-Creía que habías dicho Toots -rió la chica.

-Toots o Boots. Es por el sonido de la doble o: el sonido doble o. Se te queda. Pamela es inglesa. Su verdadero nombre es Sybil Higgins.

Jim se dio cuenta de que el productor destituido lo miraba con algo infinito en la mirada. No era odio, no era envidia, sino un asombro profundo que parecía preguntar: «¿Por qué? ¿Por qué? Por Dios bendito, ¿por qué?». Más preocupado por aquella mirada que por su enemistad, Jim se sorprendió a sí mismo invitando a bailar a la chica inglesa. Y cuando se miraron en la pista de baile se sintió exultante.

-Hollywood está bien -dijo, como para anticiparse a alguna crítica-. Le gustará. A la mayoría de las chicas inglesas les gusta: no esperan demasiado. He tenido suerte al trabajar con inglesas.

-¿Es usted director?

-He hecho de todo… desde agente de prensa en adelante. Acabo de firmar un contrato para trabajar como productor a partir de mañana.

-Me gusta esto -dijo la chica al cabo de unos segundos-. Siempre se tienen esperanzas. Y si no se cumplen, siempre podré volver a dar clases en el colegio.

Jim se apartó un poco para mirarla: la impresión era de escarcha rosa y plata. Se parecía tan poco a una maestra de escuela, a una maestra de escuela del Oeste, que se echó a reír. Y otra vez notó que había algo triste y un poco perdido en el triángulo que formaban sus labios y sus ojos.

-¿Con quién ha venido? -preguntó Jim.

-Con Joe Becker -era el nombre del agente-. He venido con otras tres chicas.

-Tengo que salir media hora. Tengo que ver a alguien… No me lo estoy inventado. Créame. ¿Quiere acompañarme y tomar un poco el aire?

Ella asintió.

Camino de la puerta pasaron junto a la mujer que lo había acompañado a la fiesta: dedicó una mirada inescrutable a la chica y a Jim un gesto apenas perceptible con la cabeza. Fuera, en la noche clara de California, Jim apreció por primera vez su gran coche nuevo: le gustaba más que el hecho de usarlo. Las calles por las que pasaban estaban tranquilas a aquella hora y la limosina se deslizaba silenciosamente a través de la oscuridad. La señorita Knighton esperó a que Jim hablara.

-¿De qué daba clases en el colegio? -preguntó.

-Enseñaba a sumar. Dos y dos son cinco y todo eso.

-Es un buen salto, de la escuela a Hollywood.

-Es una larga historia.

-No puede ser muy larga: no debe de tener más de dieciocho años.

-Veinte. ¿Cree que soy demasiado mayor? -preguntó con ansiedad.

-¡No, por Dios! Es una edad estupenda. Yo lo sé: yo tengo veintiuno y la arteriosclerosis sólo está en sus comienzos.

Lo miró muy seria, calculando su edad, pero sin decirla.

-Me gustaría oír esa larga historia.

La chica suspiró.

-Bueno, todos los hombres mayores se enamoraban de mí. Mayores, muy mayores. Era la novia de un viejo.

-¿Vejestorios de veintidós años?

-Andaban entre los sesenta y los setenta. Es absolutamente cierto. Así que me convertí en una aventurera y los exprimí bien hasta que tuve el dinero suficiente para irme a Nueva York. El primer día, Joe Becker me vio en el Veintiuno.

-¿Así que nunca ha trabajado en el cine?

-Ah, sí; he hecho una prueba esta mañana.

Jim sonrió.

-¿Y no le remuerde la conciencia por haberles sacado el dinero a todos esos viejos? -inquirió.

-Pues no -dijo, con sentido práctico-. Disfrutaban dándomelo. Y ni siquiera era dinero. Cuando querían hacerme un regalo, los mandaba a un joyero que yo conocía y luego yo devolvía el regalo y el joyero me daba las cuatro quintas partes de lo que valía.

-¡Vaya, es usted una pequeña estafadora!

-Sí -admitió muy tranquila-; me enseñó una amiga. Y estoy dispuesta a conseguir todo lo que pueda.

-¿Y no les importaba… a los viejos, me refiero… que no se pusiera las joyas que le regalaban?

-Ah, me las ponía… una vez. Los viejos no ven muy bien, o se les olvidan las cosas. Por eso no tengo ninguna joya -calló-. Creo que aquí las puedes alquilar.

Jim volvió a mirarla y se echó a reír.

-Yo no me preocuparía por eso. California está llena de viejos.

Habían torcido hacia una zona residencial. Al doblar la esquina Jim le avisó al chofer.

-Pare aquí -se volvió hacia Pamela-: Tengo que solucionar un asunto feo.

Jim miró su reloj, se apeó del coche y atravesó la calle hacia un edificio con la placa de un consultorio médico. Dejó atrás la placa, despacio, y entonces un individuo salió del edificio y lo siguió. En la oscuridad, entre dos farolas, Jim se le acercó, le dio un sobre y le dijo algo. El hombre se alejó en dirección contraria y Jim volvió al coche.

-Voy a cargarme a todos los viejos -explicó-. Hay cosas peores que la muerte.

-Ah, pero ahora no estoy libre -le aseguró-. Tengo novio.

-Ah… -y un momento después preguntó-: ¿Un inglés?

-Claro, naturalmente. ¿No le parece que…? -se detuvo demasiado tarde.

-¿Que los norteamericanos somos poco interesantes?

-No, no… -su tono despreocupado lo empeoró. Y cuando sonrió, en el momento en que una luz voltaica la iluminó y envolvió su belleza en un fulgor blanco, resultó aún más impertinente-. Ahora cuéntemelo -dijo-. Cuénteme el misterio.

-Dinero -contestó Jim casi ausente-. Ese medicucho griego le ha dicho a cierta dama que tiene mal el apéndice… y nosotros la necesitamos para una película. Así que lo hemos comprado. Es la última vez que hago el trabajo sucio de otro.

La chica frunció el entrecejo.

-Pero ¿necesita que la operen de apendicitis?

Jim se encogió de hombros.

-Probablemente no. Por lo menos esa rata no lo sabe. Es su cuñado y quiere el dinero.

Después de una larga pausa, Pamela sentenció:

-Un inglés no haría eso.

-Algunos lo harían -respondió Jim lacónicamente-, y algunos norteamericanos no.

-Un caballero inglés no lo haría.

-Me parece que está empezando con mal pie -sugirió Jim- si lo que quiere es trabajar aquí.

-Ah, los norteamericanos me encantan, los civilizados.

Por su manera de mirarlo, Jim dedujo que lo incluía en ese grupo, pero, lejos de tranquilizarlo, aquello le pareció un ultraje.

-Se la está jugando -dijo-. La verdad es que no sé cómo se ha atrevido a acompañarme. Podría llevar un penacho de plumas bajo el sombrero.

-No lleva sombrero -dijo la chica, muy tranquila-. Además, Joe Becker me lo dijo. Que a lo mejor conseguía algo.

Después de todo era productor, y jamás se llega a nada importante perdiendo la calma, salvo si es a propósito.

-Estoy seguro de que algo conseguirá -dijo, y mientras hablaba se daba cuenta de que un tono traidor y rastrero le cambiaba furtivamente la voz.

-¿De verdad? -preguntó la chica-. ¿Cree que destacaré, o sólo soy una del montón?

-Ya está destacando -continuó Jim en el mismo tono-. En el baile todo el mundo la miraba -se preguntaba si lo que estaba diciendo se acercaba a la verdad. ¿O era una invención suya que la chica era única?-. Usted es un nuevo tipo de mujer -continuó-. Una cara como la suya le daría a las películas norteamericanas un… un aire más civilizado.

Había apuntado bien, pero para su inmensa sorpresa la flecha rebotó.

-¿Lo cree de verdad? -exclamó-. ¿Va a darme una oportunidad?

-Por supuesto -no podía creer que su ironía estuviera errando el blanco-. Pero, claro, después de esta noche tendré tantos competidores que…

-Ah, yo preferiría trabajar con usted -declaró-. Se lo diré a Joe Becker.

-No le diga nada -la interrumpió.

-Muy bien, no se lo diré. Haré lo que usted me diga.

Tenía los ojos muy abiertos, expectantes. Trastornado, Jim sentía que las palabras acudían a sus labios y se le escapaban sin querer. Cuánta inocencia y cuánto afán de rapiña podía cobijar aquella dulce voz inglesa.

-La desperdiciarían en papeles sin importancia -empezó a decir-. Se trata de conseguir un gran papel -se interrumpió y volvió a empezar-: Tiene usted una personalidad tan arrolladora que…

-¡No, por favor! -Jim vio un destello de lágrimas en la comisura de sus ojos-. Déjeme que lo consulte con la almohada. Llámeme por la mañana, o cuando me necesite.

El coche se detuvo ante la larga alfombra roja que conducía a la fiesta. Al ver a Pamela, la multitud se arremolinó grotescamente bajo el chorro de luz deslumbradora de los focos. Tenían los cuadernos de autógrafos preparados, pero, incapaces de reconocerla, volvieron a suspirar tras el cordón de seguridad.

A través de la pista, bailando, Jim acompañó a la chica hasta la mesa de Becker.

-No diré una palabra -murmuró. Sacó del bolso una tarjeta con el nombre de un hotel escrito a lápiz-. Si me llegan otras ofertas las rechazaré.

-No, por favor -se apresuró a decir Jim.

-Por favor, sí -le dedicó una sonrisa luminosa y, durante algunos segundos, Jim revivió lo que había sentido al verla por primera vez. En aquel momento la cara de la chica daba una impresión de cálida simpatía, de juventud y sufrimiento a la vez. Se preparó para asestarle una rápida cuchillada final que reventara la burbuja apenas inflada.

-Dentro de un año más o menos… -empezó. Pero la música y la voz de la chica lo acallaron.

-Esperaré su llamada. Usted es… Usted es el norteamericano más civilizado que he conocido nunca.

Ella le dio la espalda como apurada por la magnificencia de aquel cumplido. Jim se dirigía a su mesa, pero, viendo que la mujer que lo había acompañado a la fiesta hablaba con alguien a través de su silla vacía, se desvió. La sala, la noche, le parecían de repente excesivamente ruidosas: la mezcla de música y voces era estridente, sin armonía, y cuando recorrió la sala con la mirada, sólo encontró envidias y odios, egos que redoblaban como tambores en una fanfarria. Y él, en contra de lo que había pensado, no estaba al margen de la batalla.

Iba hacia el guardarropa y pensaba en la nota que le mandaría con un camarero a su acompañante: «Estabas bailando, así que yo…». Entonces se dio cuenta de que estaba muy cerca de la mesa de Pamela Knighton y, desviándose de nuevo, se dirigió hacia la puerta por otro camino.


II

Un productor de cine puede actuar sin inteligencia creativa pero no sin tacto. En aquel momento el tacto absorbía a Jim Leonard, con exclusión de todo lo demás. Quizá el poder debería haberle permitido pasar la diplomacia a un segundo plano, dejándole actuar a su aire, pero en lugar de eso aumentó sus relaciones humanas: con los altos cargos, con los directores, guionistas, actores y técnicos asignados a su unidad, con los jefes de departamento, censores y, por fin, con los «hombres del Este». Pero mantener a raya a una solitaria chica inglesa, que no disponía de otras armas que el teléfono y una nota que le hizo llegar desde recepción, no tendría que haber supuesto ningún problema.


Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de nuestro paseo en coche. He recibido algunas ofertas pero sigo dándole largas a Joe Becker. Si cambio de hotel, le avisaré.


Una ciudad llena de juventud y esperanza pronunciaba aquellas palabras, con sus dos mentiras transparentes y la valiente falsedad de su tono. A la chica no le importaban ni el dinero ni la gloria que protegían los muros inexpugnables. Pasaba por allí simplemente. Simplemente pasaba por allí.

Eso fue dos semanas después. A la semana siguiente, Joe Becker se dejó caer por su despacho.

-¿Te acuerdas de la chica inglesa, Pamela Knighton? ¿Qué te pareció?

-Muy agradable.

-No sé por qué no quiere que hable contigo -Joe miraba por la ventana-. Así que me imagino que no la pasaron demasiado bien aquella noche.

-Claro que la pasamos bien.

-La chica tiene novio, ¿sabes?, un inglés.

-Me lo contó -dijo Jim, molesto-. No intenté ligármela, si es lo que estás insinuando.

-No te preocupes, yo entiendo esas cosas. Sólo quería decirte algo sobre ella.

-¿No le interesa a nadie?

-Sólo lleva un mes aquí. De los comienzos nadie se libra. Sólo quería decirte que cuando entró en el Veintiuno aquel día todos los clientes acudieron como… como moscas. ¿Sabes?, inmediatamente se convirtió en el tema de conversación de todo el restaurante.

-Fantástico, ¿no? -dijo Jim secamente.

-Sí. Y LaMarr también estaba allí ese día. Fíjate: Pam estaba completamente sola, imagino que vestida a la inglesa, nada que llamara la atención: pieles de conejo. Pero brillaba como un diamante.

-No me digas.

-Mujeres duras derramaban lágrimas en su vichysoisse. Elsa Maxwell…

-Joe, tengo que trabajar.

-¿Verás su prueba?

-Las pruebas se hacen para los maquilladores -dijo Jim, impaciente-. De las pruebas que salen bien no me fío. Y de las malas tampoco.

-Tú tienes tus ideas, ¿no?

-A ese respecto, sí. Se han cometido muchas equivocaciones en las salas de proyección.

-Y en los despachos también -dijo Joe poniéndose de pie.

Una semana después llegó otra nota.


Ayer llamé por teléfono y una secretaria me dijo que había salido, y otra que estaba reunido. Si me está dando largas, dígamelo. No voy a rejuvenecer. Es evidente que tengo veintiún años, y parece que usted se ha cargado a todos los viejos.


La cara de la chica se había difuminado. Jim recordaba las mejillas delicadas, los ojos atormentados, como si los hubiera visto en una película hacía mucho tiempo. Sería fácil dictar un carta que hablara de un cambio de planes, de una futura prueba, de imprevistos que harían imposible…

No se sentía satisfecho, pero por lo menos había terminado con aquel asunto. Aquella noche, mientras se tomaba un bocadillo en un bar cercano a su casa, le pareció que su primer mes en el trabajo había sido satisfactorio. Le sobraba tacto. Su equipo funcionaba como la seda. Las sombras que decidían su destino no tardarían en apreciarlo.

Había pocos clientes en el bar. Pamela Knighton era la chica que leía el periódico. Lo miró, sorprendida, por encima del Illustrated London News.

Recordando la carta que tenía en la mesa de su despacho a la espera de firma, Jim pensó hacer como que no la había visto. Dio media vuelta conteniendo la respiración, con el oído atento. Pero nada sucedió, aunque la chica lo había visto, y, avergonzado de su cobardía típica de Hollywood, de nuevo dio media vuelta y la saludó levantando el sombrero.

-Se acuesta tarde, ¿no? -dijo.

Pamela dejó de leer inmediatamente.

-Vivo a la vuelta de la esquina -dijo-. Acabo de mudarme: le he escrito hoy.

-Yo también vivo cerca de aquí.

Ella dejó la revista en el anaquel de los periódicos. El tacto de Jim desapareció. Se sintió repentinamente viejo y agobiado, e hizo la pregunta equivocada.

-¿Cómo van las cosas?

-Ah, muy bien -dijo-. Trabajo en una comedia, una auténtica comedia en el teatro Nuevos Valores de Pasadena. Para ir cogiendo experiencia.

-Me parece muy sensato.

-Estrenamos dentro de dos semanas. Esperaba que viniera.

Salieron juntos y se detuvieron bajo el resplandor del luminoso rojo. En la otra acera de la calle otoñal los vendedores de periódicos gritaban los resultados del fútbol.

-¿Hacia dónde va? -preguntó la chica.

«En dirección contraria a la tuya», pensó Jim, pero cuando ella le indicó hacia dónde iba, la acompañó. Hacía meses que no pisaba Sunset Boulevard, y la mención de Pasadena le recordó la primera vez que llegó a California, hacía diez años. Era el recuerdo de algo nuevo y fresco.

Pamela se detuvo ante unas casitas minúsculas en torno a un patio central.

-Buenas noches -dijo-. No se preocupe si no puede ayudarme. Joe me ha explicado cómo están las cosas, con la guerra y todo eso. Sé que a usted le gustaría ayudarme.

Jim asintió solemnemente, despreciándose a sí mismo.

-¿Está casado? -preguntó la chica.

-No.

-Entonces deme un beso de buenas noches -como Jim dudaba, añadió-: Me gusta que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.

La abrazó tímidamente y se inclinó para acercarse a sus labios, apenas rozándolos… y pensó de pronto que ya no podría mandarle la carta que tenía sobre la mesa… y le gustó abrazarla.

-Ya ve que no es nada -dijo ella-, sólo como amigos. Para darnos las buenas noches.

Camino de la esquina Jim dijo en voz alta:

-Bueno, me condenaré.

Y siguió repitiéndose la siniestra profecía hasta después de haberse acostado.

III

Tres noches después del estreno de la obra de Pamela, Jim fue a Pasadena y sacó una entrada para la última fila. Entró en un teatro diminuto y fue el primero en llegar, prescindiendo de los acomodadores que revoloteaban por la sala y el parloteo que se mezclaba con los martillazos entre bastidores. Pensó en emprender una discreta retirada, pero lo tranquilizó la llegada de un grupo de cinco personas, entre las que se encontraba el ayudante de Joe Becker. Las luces se apagaron; sonó un gong; para un público de seis personas comenzó la obra.

Jim observaba a Pamela; delante de él, los otros cinco espectadores juntaban sus cabezas y cuchicheaban después de cada escena en la que aparecía la chica. ¿Era buena? No le cabía la menor duda. Pero, entre tantas películas como se exhiben en medio mundo, el don natural del talento era una rareza. Existía alguna remota posibilidad, y suerte. Él era la suerte. Quizá fuera la suerte para esa chica, si confirmaba que lo que ella le hacía sentir por dentro era universal. Las estrellas ya no se creaban por el capricho de un hombre, como en los días del cine mudo, pero seguía habiendo aspirantes, pruebas, oportunidades. Cuando cayó el telón, con el aire doméstico de una persiana, fue a los bastidores por el simple procedimiento de atravesar una puerta lateral. Ella lo estaba esperando.

-Hubiera preferido que no viniera esta noche -dijo-. Ha sido un fracaso. La noche del estreno hubo lleno, y estuve mirando a ver si lo veía.

-Ha estado usted muy bien -dijo Jim tímidamente.

-No, no. Tendría que haberme visto el otro día.

-He visto suficiente -dijo-. Le voy a dar un pequeño papel. ¿Puede venir al estudio mañana?

Observaba la expresión de Pamela. En su mirada, en la curva de los labios, brilló una pena repentina y abrumadora.

-Ay -dijo-. Lo siento muchísimo. Joe invitó a alguna gente y al día siguiente firmé un contrato con Bernie Wise.

-¿De verdad?

-Sabía que usted estaba interesado y al principio no me di cuenta de que usted sólo era una especie de supervisor. Creí que tenía más poder… -se interrumpió antes de asegurarle con fastidio-: Usted me cae mejor. Es mucho más civilizado que Bernie Wise.

Sintió una punzada de dolor y contrariedad. Muy bien, por lo menos era civilizado.

-¿Puedo llevarla hasta Hollywood? -le preguntó.

Atravesaron una noche de octubre suave como si fuera de abril. Al cruzar un puente, Jim hizo un gesto señalándole las alambradas que coronaban el pretil, y Pamela asintió.

-Sé lo que es -dijo-. ¡Qué estupidez! Los ingleses no se suicidan si no consiguen lo que quieren.

-Lo sé. Se vienen a Estados Unidos.

Pamela se echó a reír y lo miró, como apreciando su valor. Sí, podría hacer con él lo que quisiera. Apoyó la mano en la mano de Jim.

-¿Hay beso esta noche? -sugirió Jim un rato después.

Pamela miró al chofer, aislado en su compartimiento.

-Hay beso esta noche -dijo ella.

Al día siguiente viajó al Este en avión, en busca de jóvenes actrices que fueran exactamente igual que Pamela Knighton. Tenía tanto interés, que cualquier mirada que sugiriera melancolía, cualquier voz con claro acento inglés, lo predisponían. Parecía un intento desesperado de encontrar a alguien exactamente igual que aquella chica. Entonces, cuando un telegrama reclamó que volviera urgentemente a Hollywood, se encontró con que Pamela caía en sus manos.

-Tienes una segunda oportunidad, Jim -dijo Joe Becker-. No la desaproveches.

-¿Qué ha pasado?

-No tenían un papel para ella. Aquello es un desastre. Así que rompimos el contrato.

Mike Harris, el jefe de los estudios, investigó el asunto. ¿Cómo un cineasta inteligente como Bernie Wise quería prescindir de ella?

-Bernie dice que no sabe actuar -le informó Harris a Jim-. Y además crea problemas. Sigo pensando en Simone y en las dos chicas austriacas.

-La he visto actuar -insistió Jim-. Y tengo trabajo para ella. No pretendo darle nada importante todavía. Me gustaría probarla en un pequeño papel para que la vieras.

Una semana después Jim empujaba la puerta acolchada y entraba preocupado en el plató III. Los extras, en traje de noche, lo miraron en la penumbra; las pupilas se dilataban.

-¿Dónde está Bog Griffin?

-En ese camerino, con la señorita Knighton.

Estaban sentados en un sofá a la luz de una lámpara de tocador, y por el gesto de contrariedad de Pamela, Jim dedujo que el problema era serio.

-No pasa nada -insistía Bob, todo amabilidad-. Somos como una pareja de gatitos. ¿A que sí, Pam?

-Hueles a cebolla -dijo Pamela.

Griffin volvió a intentarlo.

-Hay una manera inglesa de hacer las cosas y una manera norteamericana. Estamos buscando un feliz término medio, eso es todo.

-Hay una manera correcta y una manera estúpida -resumió Pamela-. No quiero empezar pareciendo una imbécil.

-¿Te importa dejarnos solos, Bob? -dijo Jim.

-Claro. Todo el tiempo del mundo.

Jim no la había visto aquella agotadora semana de pruebas, pruebas de vestuario y ensayos, y ahora se daba cuenta de lo poco que sabía acerca de ella, y ella de ellos.

-Parece que estás de Bob hasta la coronilla -dijo.

-Quiere que diga cosas que no diría una persona en su sano juicio.

-De acuerdo, quizá sea así -asintió-. Pamela, ¿desde que estás trabajando aquí has exagerado alguna vez tu papel?

-Bueno… Todo el mundo lo hace alguna vez.

-Escucha, Pamela, Bob Griffin gana casi diez veces más que tú. Por una sencilla razón. No porque sea el director más brillante de Hollywood, que no lo es, sino porque jamás exagera su papel.

-Él no es actor -dijo, confundida.

-Me refiero a su papel en la vida real. Lo escogí para esta película porque de vez en cuando yo exagero mi papel. Pero Bob, no. Firmó un contrato por una suma desproporcionada, que no se merece, que nadie se merece. Pero cobra eso porque tener mano izquierda es la cuarta dimensión de este negocio y Bob ha aprendido a no pronunciar nunca la palabra «yo». Gente que le triplica en talento, productores, actores y directores, se van a pique porque no llegan nunca a aprender eso.

-Sé que me estás echando un sermón -dijo Pamela, insegura-. Pero creo que no te entiendo. Una actriz tiene su propia personalidad…

Jim asintió.

-Y nosotros le pagamos cinco veces lo que podría conseguir en cualquier otro sitio: con tal de que sea capaz de no estorbar al resto del equipo. Tú nos estás estorbando a todos, Pamela.

«Creí que eras mi amigo», dijeron los ojos de Pamela.

Le habló durante algunos minutos más. Todo lo que dijo lo decía de corazón, pero como había besado esos labios dos veces, supo que era ayuda y protección lo que esperaban de él. Todo lo que había conseguido era sorprenderla por no estar de su parte. Sintiéndose un poco desconcertado, y triste al verla sola, se asomó a la puerta del camerino y gritó:

-¡Eh, Bob!

Jim fue a resolver otros asuntos. Volvió a su despacho, donde Mike Harris lo estaba esperando.

-Esa chica vuelve a crear problemas.

-Acabo de estar allí.

-Me refiero a hace cinco minutos -gritó Harris-. Desde que te fuiste ha estado causando problemas. Bob Griffin ha tenido que suspender el rodaje por hoy. No podía más.

Bob entró.

-Hay gente con la que no parece haber manera de… con la que no encuentras cómo…

Se produjo un momento de silencio. Mike Harris, disgustado por la situación, sospechó que Jim tenía un lío con la chica.

-Denme de plazo hasta mañana por la mañana -dijo Jim-. Creo que puedo resolver el asunto.

Griffin titubeó pero vio en la mirada de Jim una petición personal, un ruego tras el que había diez años de relaciones.

-De acuerdo, Jim -dijo.

Cuando se fueron, Jim llamó a Pamela por teléfono. Sucedió lo que casi había esperado, pero el alma se le cayó a los pies cuando le contestó una voz de hombre.

IV

A excepción de las enfermeras, una actriz es la presa más fácil para un hombre sin escrúpulos. Jim había aprendido que en el fondo de los problemas o fracasos de una actriz muchas veces existía un timador bien hablado pero indigno de confianza, que hacía valer su masculinidad por la vía del entrometimiento, los regaños a medianoche y los malos consejos. La técnica del individuo consistía en empequeñecer el trabajo de la mujer y en poner en cuestión incesantemente las razones y la inteligencia de las personas para quienes ella trabajaba.

Cuando Jim llegó al hotel de Beverly Hills al que Pamela se había mudado, eran más de las seis. En el patio, una fuente fresca salpicaba agua estúpidamente entre la niebla de diciembre, y Jim oyó la fuerte voz del mayor Bowes que sonaba en tres radios distintas.

Cuando se abrió la puerta del apartamento, Jim se quedó asombrado. El hombre era viejo: un inglés encorvado y mustio, con la cara colorada, un color invernal que se iba apagando. Iba en bata -una bata vieja- y zapatillas, e invitó a Jim a sentarse con aire de estar en su casa. Pamela llegaría enseguida.

-¿Es usted familia? -preguntó Jim, perplejo.

-No. Pamela y yo nos hemos conocido aquí, en Hollywood, extranjeros en tierra extraña. ¿Trabaja usted en el cine, señor… señor…?

-Leonard -dijo Jim-. Sí, actualmente soy el jefe de Pamela.

La mirada del hombre cambió: los ojos lagrimosos se aguzaron, los párpados viejos se endurecieron al entornarse. La boca se curvó hacia abajo, se tensó: Jim contemplaba una expresión de absoluta perversidad. Inmediatamente, las facciones volvieron a suavizarse, a ser los rasgos de un anciano.

-Espero que traten a Pamela como se merece.

-¿Usted ha trabajado en el cine? -preguntó Jim.

-Hasta que me falló la salud. Pero sigo en la lista de actores de los estudios y conozco perfectamente el mundo del cine y el alma de sus dueños y…

Calló de repente. La puerta se abrió y entró Pamela.

-Vaya, hola -dijo, sorprendida-. ¿Se conocen? El honorable Chauncey Ward… El señor Leonard.

Su radiante belleza, que apareció como arrebatada al clima y al viento, le cortó la respiración a Jim unos segundos.

-Pensaba que ya me habías recordado mis pecados esta tarde -dijo Pamela, con cierto tono de desafío.

-Quería hablar contigo fuera de los estudios.

-No aceptes que te bajen el salario -dijo el viejo-. Es un truco muy viejo.

-No es eso, señor Ward -dijo Pamela-. El señor Leonard ha sido amigo mío hasta ahora. Pero hoy el director pretendía que yo hiciera el ridículo y el señor Leonard lo ha apoyado.

-Están todos de acuerdo -dijo el señor Ward.

-Me pregunto si… -empezó a decir Jim-. ¿Podríamos hablar a solas?

-El señor Ward es de confianza -dijo Pamela, frunciendo el ceño-. Lleva aquí veinticinco años y se puede decir que es mi representante.

Jim se preguntó de qué profunda soledad habría surgido aquella relación.

-Me han dicho que ha vuelto a haber problemas en el plató -dijo.

-¡Problemas! -Pamela abrió mucho los ojos-. El ayudante de Griffin me insultó y yo lo oí. Y me fui. Y si Griffin me manda disculpas contigo, no las acepto. A partir de ahora nuestra relación será estrictamente profesional.

-Griffin no te pide disculpas -dijo Jim, incómodo-. Te da un ultimátum.

-¡Un ultimátum! -exclamó Pamela-. Tengo un contrato y tú eres su jefe, ¿no?

-Hasta cierto punto -dijo Jim-; pero está claro que las películas se hacen en equipo y…

-Déjame entonces que pruebe con otro director.

-Lucha por tus derechos -dijo el señor Ward-. Es lo único que les impresiona.

-Se ha empeñado usted en destruir a esta chica -dijo Jim sin levantar la voz.

-No nos asusta -gritó Ward-. Conozco bien a la gente como usted.

Jim volvió a mirar a Pamela. No podía hacer nada. Si estuvieran enamorados y le pareciera aquel momento la ocasión de avivar la chispa de pasión que compartían, habría podido influir sobre ella. Pero era demasiado tarde. Era como si sintiera que, fuera de aquellas cuatro paredes, los rápidos engranajes de la industria giraban en la oscuridad de Hollywood. Sabía que, cuando el estudio abriera a la mañana siguiente, Mike Harris tendría nuevos proyectos en los que Pamela no figuraba.

Titubeó unos minutos más. Era un hombre apreciado, joven todavía, respetado por todos. Podría responsabilizarse de aquella chica, ponerle un profesor de arte dramático. Le dolía verla cometer semejante error. Y, por otra parte, temía que ciertas personas le hubieran aguantado demasiadas cosas, echándola a perder para una carrera como la que había elegido.

-Hollywood no es un lugar demasiado civilizado -dijo Pamela.

-Es una jungla -ratificó el señor Ward-. Es un nido de alimañas al acecho.

Jim se levantó.

-Bueno, uno que se va a acechar a otra parte -dijo-. Pam, lo siento mucho. Si piensas así, creo que lo más sensato sería que volvieras a Inglaterra y te casaras.

Hubo un destello de duda en los ojos de Pamela. Pero la confianza en sí misma y la egolatría juvenil pesaban más que la razón: no se daba cuenta de que en aquel preciso momento se le presentaba una oportunidad que iba a perder para siempre.

Porque ya la había perdido cuando Jim dio media vuelta y se fue. Aquello sucedió semanas antes de que llegara a darse cuenta de lo que había pasado. Recibió el salario de varios meses -Jim se preocupó de que así fuera-, pero no volvió a pisar aquel plató. Ni ningún otro. Sin mediar palabra, había sido incluida en la lista negra que no está escrita en ningún papel pero que funciona durante las partidas de backgammon que siguen a la cena o camino de las carreras de caballos. Hombres influyentes la miraban con interés, se fijaban en ella en algún restaurante, pero todas las averiguaciones que hacían terminaban en el mismo punto muerto.

Resistió durante meses: incluso mucho después de que Becker se desinteresara de sus asuntos y ella desapareciera de esos lugares a los que la gente va para que la vean. Y ni el dolor ni el desaliento la mataron: murió en junio de muerte natural.

V

Cuando Jim se enteró no podía creerlo. Supo por casualidad que estaba en el hospital con neumonía, llamó por teléfono y le dijeron que había muerto. Sybil Higgins, actriz, inglesa, de veintiún años.

Había dado el nombre del viejo Ward como la persona que debía ser informada y Jim le mandó dinero para cubrir los gastos del entierro, con el pretexto de algún salario retrasado. Temiendo que Ward sospechara la procedencia del dinero, no fue al funeral, pero visitó la tumba una semana después.

Era un espléndido e interminable día de junio, y se quedó una hora. La ciudad estaba llena de jóvenes que se contentaban con respirar y ser felices y era un sinsentido que la chica inglesa no estuviera entre ellos. Seguía dándoles vueltas y vueltas a las cosas, en busca de algo que hubiera podido salvarla, pero era demasiado tarde. Aquella escarcha rosa y plata se había disuelto. Dijo adiós en voz alta y prometió volver.

En el estudio reservó una sala de proyección y pidió las pruebas que Pamela había hecho y los metros de película que le había dado tiempo de rodar. Se acomodó en la oscuridad en un sillón de piel y apretó el botón para que empezara.

En la prueba Pamela vestía el traje de noche que llevaba en el baile donde la conoció. Parecía muy feliz, y Jim se alegró de que por lo menos hubiera gozado de aquella felicidad. Llegaron las imágenes de la película, entrecortadas, con la voz de Bob Griffin al fondo y las claquetas que señalaban el número de cada secuencia. Entonces llegó la última toma y Jim se sobresaltó: Pamela dejaba de mirar a la cámara y murmuraba:

-Preferiría morirme antes que hacer eso.

Jim se levantó y volvió a su despacho, y buscó y leyó una vez más las tres notas que ella le había mandado.

…Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de nuestro paseo en coche.

Pasaba por el estudio. En primavera lo había llamado dos veces por teléfono, lo sabía, y le hubiera gustado verla. Pero no podía ayudarla, y le hubiera dolido decírselo.

«No soy muy valiente», se dijo Jim. Incluso en aquel momento tenía metido el miedo en el corazón, miedo de que aquello acabara obsesionándolo, poseyéndolo, como aquel recuerdo de la juventud. No quería ser desdichado.

Y unos días después se quedó trabajando hasta muy tarde en la sala de doblaje, y luego fue a tomar un bocadillo al bar que había cerca de su casa. Era una noche de calor y había muchos jóvenes bebiendo refrescos. Estaba pagando cuando vio a alguien en la estantería de los periódicos, que lo miraba por encima de una revista abierta. Se detuvo. No quería volverse a mirar, para llevarse la desilusión de un simple parecido. Pero tampoco quería irse.

Oyó cómo pasaban una página, y vio por el rabillo del ojo la portada de la revista: The Illustrated London News.

No sintió miedo: pensaba con demasiada rapidez, con demasiada desesperación: si aquello fuera real y pudiera asirse a ella para recuperarla, y volver a empezar desde aquel mismo instante, desde aquella noche.

-Aquí tiene la vuelta, señor Leonard.

-Gracias.

Sin atreverse a mirar, se dirigió a la puerta y entonces la revista se cerró, y la dejaron en la estantería, y oyó la respiración de alguien a su lado, muy cerca. Los vendedores de periódicos voceaban un número extra en la acera de enfrente, y entonces tomó la dirección contraria a su casa, el camino de ella, y oyó cómo ella lo seguía: las pisadas eran tan claras que aminoró el paso con la sensación de que a ella le costaba seguirlo.

Frente al patio de los apartamentos la abrazó para sentir más cerca su radiante belleza.

-Dame un beso de buenas noches -dijo ella-. Me gusta que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.

«Duerme entonces», pensó mientras daba la vuelta y se alejaba. «Duerme. Fue imposible: cuando me encontré con tu belleza, no quise malgastarla, pero la malgasté, no sé cómo. Duerme. Es lo único que te queda.»







FIN

Un dia de estos - Gabriel Garcia Marquez



El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.



Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

-Papá.

-Qué.

-Dice el alcalde que si le sacas una muela.

-Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

-Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:

-Mejor.

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

-Papá.

-Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.

-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:

-Siéntese.

-Buenos días -dijo el alcalde.

-Buenos -dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

-Tiene que ser sin anestesia -dijo.

-¿Por qué?

-Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:

-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.

-Séquese las lágrimas -dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

-Me pasa la cuenta -dijo.

-¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.

-Es la misma vaina.

FIN

jueves, 22 de septiembre de 2016

Equinoccio de primavera y el inicio de los rituales agrícolas andinos


El 21 de septiembre comienza el ‘Sataw lapaka’, que es la época de la siembra en los terrenos preparados; también es el Warmi Pacha o tiempo de la parcialidad femenina.

La llegada de la primavera el 21 de septiembre es celebrada usualmente con regalos y flores entre los enamorados, pero el hombre de los Andes, desde la época prehispánica con la capacidad de identificar los periodos del tiempo, realiza rituales por el equinoccio primaveral dedicados principalmente a la agricultura.

La fecha marca el llamado el Sataw Lapaka con ofrendas y rituales, también para el festejo de la Koya Raimi o fiesta de la reina, al coincidir algunas celebraciones de vírgenes en la región altiplánica. Septiembre, principalmente, es el mes por excelencia de la siembra y de la esquila de los animales.

El calendario andino está basado en los solsticios y los equinoccios; las civlizaciones prehispánicas dividieron el tiempo fundamentalmente por la actividad agrícola, identificaron los movimientos estelares, lo que les permitió reconocer temporadas de sequía y de lluvia.

Los rituales dedicados exclusivamente a la Pachamama (Madre Tierra) que se cumplieron en agosto terminan y según las leyendas la misma Pachamama ‘despierta’ de su descanso y está lista para ser nuevamente sembrada.

Los comunarios del altiplano inicialmente comienzan con las primeras siembras en los sitios altos con la papa, oca, quinua y cebada, que dependen básicamente de la lluvia, la que llegará en diciembre y que es importante para la agricultura.

Los antropólogos dicen que la cosmovisión andina divide el calendario en dos períodos: el Awtipacha, o tiempo seco, que se identifica con lo masculino, y el Jallupacha, tiempo de lluvias, que se identifica con la parcialidad femenina.

La dualidad y el equilibrio son elementos que sobresalen de la forma que tienen de concebir el ‘cosmos’ los pueblos de los Andes.

Ésta es la época de siembra en nuestro cotidiano vivir, que se relaciona con el pensar, sentir e incluso nuestro ‘no hacer’; es una siembra que también tendrá una cosecha, la que tendrá un resultado que dependerá según lo sembrado.


OFRENDAS

Reflexión. El periodo del sataw lapaka es reflexivo, por lo que implica tener claridad en lo que se va a decir, hacer, generar y por dónde caminar.

Esquila. En esta temporada se corta la fibra de lana de los camélidos y también del ganado ovino en una ceremonia ritual.

Siembra. Existe una serie de rituales que se cumplen en el área rural, al inicio de la siembra, que pueden ser dirigidos por las mujeres en la ceremonia.

‘Wiñay Pacha’ y la espera a los familiares
En la temporada del Sataw lapaka que comienza el 21 de septiembre, también se cumple una celebración especial llamada el Wiñay Pacha, cuando cada familia prepara un lugar para recibir a sus seres queridos que ya han partido hacia el Wiñay Marka o ciudad eterna. La celebración es conocida en las ciudades como la fiesta de Todos Santos.

El Warmi Pacha o tiempo de la parcialidad femenina durará hasta el 21 de marzo cuando se inicie el Chacha Pacha, la época del varón, de lo masculino, tiempo en que se deja descansar la tierra y es tiempo de mirar las estrellas, tiempo de reflexión, de introspección, para otra vez preparar la nueva tierra y volver a sembrar completando así el ciclo agrícola que se remonta desde la época prehispánica en la región de los Andes que incluye varios pueblos de Sudamérica.

martes, 13 de septiembre de 2016

El gato negro - Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
Edgar Allan Poe