viernes, 24 de febrero de 2017

Vestigios del alma - Ariel Pablo Brito

Vestigios del alma

El calor y la humedad propios de aquella época hicieron que Ricardo López sintiera el cansancio y el agobio del viaje antes de lo previsto, decidió entonces pernoctar, por primera vez, en aquella ciudad con puerto y con rio que tantas veces había pasado de largo en sus recorridos por aquellos lugares. Rentó una habitación con vista a la costa en un sencillo hotel que parecía de otras épocas; abrió de par en par la puerta que daba al balcón para sentir el viento suave, con olor a rio, que por allí ingresaba.
Recostado sobre la cama con sabanas de un inmaculado color blanco, veía a la brisa hacer ondular las cortinas, trayendo también un perfume diferente, floral, casi artificial; una sensación extraña invadió su mente, aquel deja vu lo transportó a un tiempo diferente en el mismo espacio; allí, sintió reconocer aquella ciudad, aunque entonces solo era un caserío, con un pequeño puerto que servía de entrada y salida de mercaderías y de contrabando de todo tipo. Supo que, en aquella época, alguien lo esperaba.
Tres golpes secos en la puerta de la habitación lo sacaron de esa sensación:
Buenas tardes señor, ¿Gusta bajar al comedor a merendar? – Le dijo una mucama toda vestida de blanco. – Las mesas están servidas. -
Bajó. Se sentó en una mesa lateral del comedor, pidió un té y una porción de torta de naranjas, su pastel favorito, no recordaba desde cuándo. Llamó su atención la vajilla de aquel hotel, de porcelana, ribeteada con florecillas y pájaros en color azul, parecían haber burlado el paso del tiempo, por su estilo y por su estado.
Caía la tarde sobre el litoral argentino, Ricardo López decidió disfrutar ese domingo y dar una recorrida por la costanera, flanqueada por palmeras que se mecían por la brisa vespertina. Apoyado sobre la baranda metálica observaba el lento transcurrir del rio, que arrastraba, a la misma velocidad, un velero navegado por un anciano de barba tan blanca como la vela que lo sustentaba.
Caminando por aquel paseo parecía ser indiferente entre las personas que coincidían con él en ese lugar. En ese mar de miradas sus ojos distinguieron una de ellas, solo una, un par de grandes ojos negros que también se clavaron en los suyos, la brisa, que hacía ondular los negros y rizados cabellos que daban marco a ese rostro de bellas facciones; trajo una vez más, aquel perfume diferente, floral, casi artificial; que lo sumió en un nuevo deja vu; aunque en una época distinta de la anterior y diferente de la actual, sin perder, ni por un instante el contacto con aquella mirada, con aquella alma, que ahora reconocía como propia, como casi cotidiana. Su existencia, ahora en contacto con el universo, se inundó de recuerdos sacados del lugar donde se guardan los amores eternos, donde ni el tiempo ni el espacio pueden imponer sus reglas, el lugar donde nace el cordel rojo que une dos almas que son una.
En aquella escena, la dueña de esos ojos intensos estaba parada a los pies de una escalera con peldaños de madera que permitía el ascenso y descenso al mismo velero que vio navegar por el rio; él, tratando de contener el encanto del momento en que dos animas se encuentran, descendió por la misma; y al pasar por su lado percibió, sin escuchar sonido alguno, dos palabras expresadas en el idioma de Dios:
- Te Quiero. – Esas palabras, dichas por su amada, eran una caricia etérea.
Al instante, comenzó a soplar la brisa…, que siempre le traía aquel perfume diferente, floral, casi artificial; solo que esta vez fue distinto, pues le permitió conocer el origen de aquella fragancia, era el perfume del alma de su amada. Perfume y mirada que podía reconocer en cualquier lugar, en cualquier época. El velero zarpó y se quedaron viendo, uno al otro, hasta que la brisa alejó a la embarcación.
De vuelta a la realidad caminó hasta el puerto, donde estaba amarrado el velero, se acercó al anciano de barba blanca; quien, sin dejar sus tareas, y sin levantar la mirada, le dijo:
Solo el amor entre dos almas puede trascender el ciclo infinito de vida, muerte y reencarnación, y cuando dos de ellas están destinadas a encontrarse no hay fuerza en el universo que pueda impedirlo; solo el libre albedrio y las paradojas del destino pueden retrasar, apenas, ese encuentro; pero este sucederá y volverá a ocurrir, ayer, ahora, mañana, para siempre; hasta que ese encuentro sea definitivo. Porque el espacio y el tiempo son relativos, porque las almas y el amor son perpetuos y son una sola entidad con la energía universal que todo lo puede, que todo lo sabe, que todo lo une.

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