domingo, 2 de abril de 2017

Simulacro - 1982


Pigüe. Abril de 1982. 09:30 am. 

Esa picazón que desde siempre provocó en mi piel el roce de la lana no me deja concentrar en las palabras de la maestra, que dictaba a viva voz y a una velocidad que nuestras manos de niños no le podían seguir el paso, esa voz que por lo agudo no se la podía dejar de escuchar aunque nos encontráramos en el planeta B612, lugar que ciertamente es solo accesible a la imaginación de los inocentes. 

La picazón se hacía cada vez más insoportable, y cierta vez, para tratar de darle fin a esos horribles pantalones grises de lanilla del uniforme, los quemé a propósito, acercándome demasiado a la salamandra de hierro de mi casa, esa que mi padre mantenía encendida todo el invierno, con leños de pino que él mismo cortaba a golpes de hacha, para que, junto al calor propio del hogar y de los abrazos cotidianos, el frío no se sintiera tanto.

La clase fue, de repente, interrumpida por el chirrido de una sirena, sonido que ya habíamos escuchado antes, y ante el cual reaccionábamos de manera casi instintiva, agachándonos y protegiendo la cabeza con nuestros brazos, ubicándonos debajo del pupitre de madera.

Debíamos permanecer callados y quietos en esa incómoda posición; en ese silencio que como niños podíamos palpar, ese silencio que a los adultos preocupaba y espantaba; ese silencio que los hacía cambiar la expresión de sus rostros, fruncían el ceño y una angustia atroz se adueñaba de ellos; quizás pensando, al vernos, en sus propios hijos, en su familia, quizás tratando de comprender ese presente, o el gris futuro inmediato que se percibía, en aquel entonces, en nuestra nación debido al capricho o a la necesidad de unos pocos de tratar de legitimar por medio de una guerra un poder que nunca les fue propio.

En mi preocupación de niño pensaba en mis primos, Javi, Marcelo y Luciana; con quienes compartíamos los juguetes, los remiendos y la vida; me preocupaba mi hermanita Vero, quien era capaz, en un momento, de darme mil pellizcos, pero al instante, con un millón de besos y abrazos, que aun siento, junto con su sonrisa y esa mirada cómplice, podía devolverme la alegría. 

- ¿Estará ella bien? ¿Sentirá miedo estando sola, allá en su aula de jardín de infantes? 

Intenté en varias ocasiones escabullirme de esa especie de encierro, sólo para ir a abrazarla, a protegerla, pero la maestra siempre me descubría en mi intento de fuga, y si el tono ordinal de su voz no lograba que volviera a mi pupitre con paso firme se acercaba hasta mí y tomándome del brazo, haciendo caranchito. Me llevaba hasta él.

Refunfuñando en voz baja y por mi parte, tratando de nunca dejar a la maestra con la última palabra, en aquellos silencios se me dibujaba en la memoria la figura de mi madre, que entre lágrimas y sollozos, decía, una y otra vez a mi padre:

- Ojalá que no te toque ir a la guerra... 

Guerra, guerra, guerra, palabra cuyo significado no entendía, ni entiendo, aun hoy, del todo, (¿acaso alguien la puede comprender?). Siempre se me antojó sinónimo de dolor, de pérdida, de muerte, de madres llorando a sus hijos, de mujeres perdiendo a su amor, de despedidas definitivas, de adiós sin regreso.

A lo que mi padre respondía en tono adusto y casi de molestia:

- Soy un soldado de la patria y es mí deber estar allí, con mis camaradas.


De repente, al repicar de la campana de la capilla del colegio, la maestra nos ordenaba que formáramos, como de costumbre, para salir al patio y esperar, allí, en un silencio compartido con todos los niños del mundo, que finalizara ese macabro ejercicio, con el cual, aunque a modo de juego (y ahora sabemos que los juegos son una preparación para la vida adulta), se nos enseñaba a lidiar con las consecuencias de un conflicto que parecía geográficamente lejano para la mayoría, pero que, sin embargo nos tocaba más de cerca de lo que podíamos, entonces y ahora, imaginar.

Hoy, lejos en tiempo y en distancia, pero cerca de los más profundos sentimientos, nos queda recordar todo el esfuerzo, el sacrificio, el valor, la entrega, hasta de la propia vida, demostrada por todos aquellos que de una u otra manera, estuvieron en esas frías latitudes, plantando actitud y bandera, y en particular dos güemenses que estuvieron allí y a quienes van dedicadas estas palabras, Arturo Barrionuevo y Rodolfo Borquez.



“Embarcaron siendo changos; regresaron convertidos en hombres, convertidos en héroes.”



Ariel Pablo Brito

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