Un
adiós sin despedida
El viento
helado de la puna salteña penetraba por cada rincón del viejo puesto, hecho de
paredes de adobe con techo de paja y barro; dentro, a Juan Hilario Mamani le
castañeaban los dientes a pesar de estar tapado hasta la nariz debajo del
gastado quillango de vicuña, legado de Doña Sixta, quien lo crió, su mama. A sus pies, en el catre de madera
de cardón y tientos; hecho un rollo, solo su pequeño perro le hacía compañía.
Afuera, el cielo andino mostraba la vía láctea en todo su esplendor.
Afuera, el cielo andino mostraba la vía láctea en todo su esplendor.
Entre la
vigilia y el sueño, Hilario sintió una tibia caricia sobre el costado de su
cara, y una voz, que en ese estado no le parecía ajena, le susurró:
-
Ya...stoy ...,
…jito… - Por el silbido del viento no pudo escuchar aquella frase.
El perro alzó la cabeza, y con
las orejas levantadas, miraba alrededor buscando el origen de esas palabras.
Hilario se sobresaltó, un escalofrió intenso le recorrió, de la cabeza hacia
los pies, todo el cuerpo. De un salto se
sentó en su catre, con la tenue luz del candil intentaba ganarle a la oscuridad
con la pequeña lumbre, confirmó que solo estaban él y su perro, sin embargo,
parecía haber alguien más en aquel lugar.
Esa noche no pudo dormir, en su
mente repetía una y otra vez aquel momento, tratando de entender aquellas
palabras, aquella frase.
A la mañana siguiente, temprano,
aun antes de que el sol se asomara entre los cerros, un impulso irrefrenable
hizo que comenzara a prepararse para bajar desde su solitario puesto de
pastoreo, herencia y vestigio de su estirpe; hacia la casa familiar que estaba
a una jornada de distancia. Se calzó las ushutas de cuero, agarró el sombrero
de paño negro de media ala y se abrigó con un poncho de lana, de fondo colorado
con una franja negra vertical a cada costado.
Mientras realizaba las ultimas
labores de su boca salían las estrofas de la canción que tanto le gustaba, La
vasija de barro, de Atahualpa Yupanqui, a quien sin conocer sentía como hermano
de gauchaje, ya que era hombre de montura, como él. Luego de ensillar la mula, aseguró
la entrada al corral de piedras, la pirca que su familia construyó hace ya
muchas generaciones, para guarecer a las tropas viajeras, cuando el comercio de mulas de Sumalao y de vacas hacia el Alto Perú estaba en auge. Aseguró la entrada para que sus cabras y ovejas no escaparan. Levantó la
bolsa de vejiga de oveja donde guardaba sus hojas de coca, alivio del kolla y
del gaucho, que retrasa el hambre y el cansancio; armó un acullico, puso
charqui de cabrito en el morral. Montó e inició la travesía, seguido de cerca
por el pequeño perro.
Bajando de aquellas soledades por
las angostas sendas de montaña, desandando algunos tramos del Qhapaq Ñan, a lo
lejos escuchó un silbido, largo y agudo; debajo, una manada de guanacos parecía
marchar bajo las órdenes de algún pastor invisible;
-
Coquena cuida su tropa - pensó Hilario, mientras
taloneaba a su mula que se resistía, más por la terquedad que las caracteriza
que por temor, a descender por las empinadas cuestas.
Con media jornada recorrida, se
detuvo en lo alto de un cerro, que dominaba un amplio valle solo poblado por cardones
y pastos duros, y que se extendía hasta el horizonte y parecía hacerse uno,
allá lejos, con el cielo; puso una piedra sobre la apacheta, el monolito donde cada viajero,
según la costumbre, debía dejar una roca, comida, alcohol y hojas de coca para
la Pachamama, dueña y señora de cada rincón, de cada animal, de cada cardón, de
cada roca; madre ancestral que da la vida, la abundancia y la protección a los
hombres de buen corazón.
Así lo hizo Hilario, pidió la
bendición y siguió su camino.
Al caer la
tarde, divisó a lo lejos el caserío de su niñez, vio el campanario de la
capillita de piedras, el techo de chapas de la escuelita que, por lo riguroso
del clima, solo funciona en verano, donde él mismo, hacía unos años, compartía
su pupitre con otros changuitos del lugar, de todas las edades. Recordó a su
maestra la Señorita Mercedes, a la que, en más de una ocasión, llamó mamá,
quien además de las tareas docentes, les preparaba la comida, limpiaba el
pequeño albergue, pero, sobre todo, les brindaba lo más valioso que ella tenía,
su corazón.
El humo
salía por las chimeneas de las pocas casas, las primeras estrellas asomaban en
el cielo; faltaba poco para llegar.
Debía decidir si tomaba un atajo
atravesando el cementerio o lo rodeaba demorando el arribo un poco más. La prisa
hizo que tomara valor, y acortara camino. Entre
las derruidas cruces, pudo distinguir una nueva, hecha de madera, sobre la que
descansaba una corona de flores de papel, un ovalo de piedras blancas demarcaba
lo reciente de ese entierro; desmontó de su mula, al acercarse pudo distinguir
la inscripción que decía:
-
Sixta Condorí – 1919 – 2001 – Q.E.P.D. –
El universo
entero se detuvo, su vida, sus recuerdos, las palabras sin decir comenzaron a
dar vueltas por su mente; el corazón latía con fuerza; aquel momento tenía lo
estático de una fotografía. Sus ásperas manos dieron a aquella cruz la caricia
más tierna y más suave que hayan dado. Una lágrima brotó de sus ojos negros y
descendiendo por su cara curtida por el viento y el frío de la puna, fue a
terminar en los labios, que acostumbrados al silencio y a la soledad; solo
pronunciaban, a veces, unas pocas y justas palabras. A su lado su fiel
compañero soltaba un largo aullido, de esos que erizan la piel.
Entonces el
viento, el viento siempre presente trajo a sus oídos la frase que había
escuchado en las alturas, en sus montañas, en su humilde catre:
-Ya estoy bien m´hijito –
Ariel Pablo Brito
Foto gentileza de TotySianca
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