martes, 30 de agosto de 2016

Un adiós sin despedida - Ariel Pablo Brito

Un adiós sin despedida



            El viento helado de la puna salteña penetraba por cada rincón del viejo puesto, hecho de paredes de adobe con techo de paja y barro; dentro, a Juan Hilario Mamani le castañeaban los dientes a pesar de estar tapado hasta la nariz debajo del gastado quillango de vicuña, legado de Doña Sixta, quien lo crió, su mama. A sus pies, en el catre de madera de cardón y tientos; hecho un rollo, solo su pequeño perro le hacía compañía.
              Afuera, el cielo andino mostraba la vía láctea en todo su esplendor.
            Entre la vigilia y el sueño, Hilario sintió una tibia caricia sobre el costado de su cara, y una voz, que en ese estado no le parecía ajena, le susurró:

-          Ya...stoy ..., …jito… - Por el silbido del viento no pudo escuchar aquella frase.

El perro alzó la cabeza, y con las orejas levantadas, miraba alrededor buscando el origen de esas palabras. Hilario se sobresaltó, un escalofrió intenso le recorrió, de la cabeza hacia los pies, todo el cuerpo.  De un salto se sentó en su catre, con la tenue luz del candil intentaba ganarle a la oscuridad con la pequeña lumbre, confirmó que solo estaban él y su perro, sin embargo, parecía haber alguien más en aquel lugar.

Esa noche no pudo dormir, en su mente repetía una y otra vez aquel momento, tratando de entender aquellas palabras, aquella frase.

A la mañana siguiente, temprano, aun antes de que el sol se asomara entre los cerros, un impulso irrefrenable hizo que comenzara a prepararse para bajar desde su solitario puesto de pastoreo, herencia y vestigio de su estirpe; hacia la casa familiar que estaba a una jornada de distancia. Se calzó las ushutas de cuero, agarró el sombrero de paño negro de media ala y se abrigó con un poncho de lana, de fondo colorado con una franja negra vertical a cada costado.

Mientras realizaba las ultimas labores de su boca salían las estrofas de la canción que tanto le gustaba, La vasija de barro, de Atahualpa Yupanqui, a quien sin conocer sentía como hermano de gauchaje, ya que era hombre de montura, como él. Luego de ensillar la mula, aseguró la entrada al corral de piedras, la pirca que su familia construyó hace ya muchas generaciones, para guarecer a las tropas viajeras, cuando el comercio de mulas de Sumalao y de vacas hacia el Alto Perú estaba en auge. Aseguró la entrada para que sus cabras y ovejas no escaparan. Levantó la bolsa de vejiga de oveja donde guardaba sus hojas de coca, alivio del kolla y del gaucho, que retrasa el hambre y el cansancio; armó un acullico, puso charqui de cabrito en el morral. Montó e inició la travesía, seguido de cerca por el pequeño perro.

Bajando de aquellas soledades por las angostas sendas de montaña, desandando algunos tramos del Qhapaq Ñan, a lo lejos escuchó un silbido, largo y agudo; debajo, una manada de guanacos parecía marchar bajo las órdenes de algún pastor invisible;

-          Coquena cuida su tropa - pensó Hilario, mientras taloneaba a su mula que se resistía, más por la terquedad que las caracteriza que por temor, a descender por las empinadas cuestas.

Con media jornada recorrida, se detuvo en lo alto de un cerro, que dominaba un amplio valle solo poblado por cardones y pastos duros, y que se extendía hasta el horizonte y parecía hacerse uno, allá lejos, con el cielo; puso una piedra sobre la apacheta, el monolito donde cada viajero, según la costumbre, debía dejar una roca, comida, alcohol y hojas de coca para la Pachamama, dueña y señora de cada rincón, de cada animal, de cada cardón, de cada roca; madre ancestral que da la vida, la abundancia y la protección a los hombres de buen corazón.

      Así lo hizo Hilario, pidió la bendición y siguió su camino.
            
            Al caer la tarde, divisó a lo lejos el caserío de su niñez, vio el campanario de la capillita de piedras, el techo de chapas de la escuelita que, por lo riguroso del clima, solo funciona en verano, donde él mismo, hacía unos años, compartía su pupitre con otros changuitos del lugar, de todas las edades. Recordó a su maestra la Señorita Mercedes, a la que, en más de una ocasión, llamó mamá, quien además de las tareas docentes, les preparaba la comida, limpiaba el pequeño albergue, pero, sobre todo, les brindaba lo más valioso que ella tenía, su corazón.
            
           El humo salía por las chimeneas de las pocas casas, las primeras estrellas asomaban en el cielo; faltaba poco para llegar.

Debía decidir si tomaba un atajo atravesando el cementerio o lo rodeaba demorando el arribo un poco más. La prisa hizo que tomara valor, y acortara camino.     Entre las derruidas cruces, pudo distinguir una nueva, hecha de madera, sobre la que descansaba una corona de flores de papel, un ovalo de piedras blancas demarcaba lo reciente de ese entierro; desmontó de su mula, al acercarse pudo distinguir la inscripción que decía:

-          Sixta Condorí – 1919 – 2001 – Q.E.P.D. –
           
             El universo entero se detuvo, su vida, sus recuerdos, las palabras sin decir comenzaron a dar vueltas por su mente; el corazón latía con fuerza; aquel momento tenía lo estático de una fotografía. Sus ásperas manos dieron a aquella cruz la caricia más tierna y más suave que hayan dado. Una lágrima brotó de sus ojos negros y descendiendo por su cara curtida por el viento y el frío de la puna, fue a terminar en los labios, que acostumbrados al silencio y a la soledad; solo pronunciaban, a veces, unas pocas y justas palabras. A su lado su fiel compañero soltaba un largo aullido, de esos que erizan la piel.
            
            Entonces el viento, el viento siempre presente trajo a sus oídos la frase que había escuchado en las alturas, en sus montañas, en su humilde catre:


-Ya estoy bien m´hijito

Ariel Pablo Brito


Foto gentileza de TotySianca

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